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¿Existe el método científico?: Paul Feyerabend el hombre rebelde

Se acaban de cumplir 40 años de la publicación de «Contra el método», el libro que por primera vez sostuvo, con inédita contundencia, que la idea de un método científico, inalterable y obligatorio, entra en conflicto con la investigación histórica.

¿Existe el método científico?: Paul Feyerabend el hombre rebelde

La Viena de fin de siglo dio lugar al Círculo, cumbre del positivismo, pero también vio nacer a Paul Feyerabend (1924-1994), que sostenía que la Ciencia era una ideología más y, como la Religión, debía ser separada del Estado. Se acaban de cumplir 40 años de la publicación de Contra el método, el libro que por primera vez sostuvo, con inédita contundencia, que la idea de un método científico, inalterable y obligatorio, entra en conflicto con la investigación histórica. Hay quienes defienden, como si de un dogma se tratara, que la ciencia es ciencia gracias al celebrado «método científico». Con ello demuestran o bien que desconocen la historia de la ciencia, o bien que necesitan desesperadamente algo a lo que agarrarse. Einstein dejó escrito que «las condiciones externas que se manifiestan por medio de los hechos experimentales, no le permiten al científico ser demasiado estricto en la construcción de su mundo conceptual mediante la adhesión a un sistema epistemológico. Por eso tiene que aparecer ante el epistemólogo sistemático como un oportunista poco escrupuloso». Desde hace casi medio siglo sabemos que la ciencia es metodológicamente sospechosa y que, como en el mundo imaginado por Leibniz, cualquier método cabe en ella. Y de hecho podríamos decir que hay tantas ciencias como métodos y, llevando un poco más lejos la comparación, que hay tantas racionalidades como ciencias. Desconfíen de todos aquellos que apelen a lo racional: están tratando de imponer su propio vocabulario. Desconfíen también de los que apelan a los «hechos», están defendiendo su laboratorio particular.

No sólo no hay regla que no sea infringida en una u otra ocasión, sino que dichas infracciones son indispensables para el «progreso» de la ciencia. Las revoluciones científicas ocurrieron porque algunos científicos, generalmente jóvenes, decidieron no comprometerse con las metodologías al uso. Si algo enseña la propia epistemología es a no dejarnos engañar pensando que por fin hemos encontrado la descripción correcta de los «hechos», cuando todo lo que ha ocurrido es que algunas categorías nuevas han sido adaptadas a viejas formas de pensamiento. La ciencia es más una colección de historias que un modelo epistemológico. Y el historiador de la ciencia debe acercarse a ellas con el cariño del novelista por los detalles y las vicisitudes de sus personajes. Todo ello tiene al menos una importante ventaja: el acercamiento de las artes y las ciencias. Aunque la profesionalización de la ciencia la promueva, su separación es falsa y debería eliminarse.

¿Cómo habíamos llegado hasta aquí? Un francés, Descartes, proporcionó la coartada: supuso que cuerpos y espíritus eran sustancias independientes. Esto quería simplemente decir que cada una de ellas existía por sí misma y no necesitaba de la otra para hacerlo. Este desafortunado planteamiento sería el origen de la querella. La independencia asignada a lo corpóreo hizo del mundo material un mundo desprovisto de valores (los valores pertenecían a otro mundo, independiente, que no necesitaba de éste para existir). Con este planteamiento y la ayuda de la dinámica newtoniana surgió el mecanicismo: la explicación del acontecer fenoménico mediante el movimiento y la interacción física de corpúsculos de materia. Los paisajes perdieron su encanto y belleza (la estética protestante participó del crimen) y porciones de materia (fiscalizadas por un espacio y un tiempo absolutos) regidas por inexorables leyes (la aportación calvinista) pasaron a configurar las piezas del reloj de la naturaleza. Los viejos tiempos de sensualidad meridional habían quedado atrás y la cosmovisión del norte de Europa hacía imperar sus valores. Había nacido la ciencia. Para filósofos y humanistas quedaba el mundo independiente de los espíritus, cuyas leyes dejaron de interesar a la ciencia y cuya importancia fue reducida a la de mero epifenómeno de interacciones químicas y moralmente neutras. La ausencia de valores en lo material tendría como consecuencia el desinterés de la ciencia por las cuestiones artísticas o morales. El arte era, para la mentalidad científica, una frivolidad, un divertimento burgués fruto de las comodidades logradas por la revolución tecnológica. La ciencia abandonaba las humanidades por la ingeniería.

Todo ello tendría consecuencias. El dominio de la cosmovisión científica anglosajona produciría una degradación del gusto, un declive de la atención y la percepción, además de un olvido general de la representación. La educación sentimental y la posibilidad de profundizar en las emociones que proporcionaba el arte quedaba desterrada de la investigación científica. El pensamiento se dedicaría a partir de entonces a buscar realidad detrás del escenario, arruinando cualquier posibilidad de diversión o recreación.

La universalidad de las leyes trae a su vez la desvalorización de la idiosincrasia local. La localidad de los dioses, un principio fundamental de la filosofía portátil, quedaba en entredicho. Frente al poder del mecanismo, la relación de un organismo con su ambiente pasaba a ser secundaria. Las consecuencias medioambientales no se harían esperar. Ese asilamiento tenía su contrapartida metodológica. La especialización del saber contribuye a la acumulación de conocimientos dentro de límites cada vez más estrechos. La ceguera del especialista, su incapacidad de ver más allá de su ámbito de competencia, infecta todas las áreas de conocimiento. El saber efectivo y profesional del matemático o el magistrado, produce espíritus opacos, ensimismados, encerrados en sus casillas y arraigados en hábitos escolásticos. Así se reproducen en el mundo moderno los viejos celibatos.

Lo desastroso no fue únicamente la pérdida del equilibrio emocional del especialista, generalmente desgraciado o deprimido, sino la falta completa de visión. Las consecuencias han sido nefastas para la educación, más pendiente de inculcar formulaciones abstractas que de fomentar hábitos de la sensibilidad, más pendiente de lo mecánico que de lo orgánico. «El profesionalismo moderno es la preparación de los espíritus para que se adapten a la metodología» (Whitehead). Por supuesto, siempre habrá quienes se sientan cómodos en la cárcel metodológica, naturalezas sumisas que se encontrarían perdidas fuera de ella, pero la rutina en el interior de estos muros endurece el espíritu y deshumaniza la ciencia. Es el precio que hay que pagar por el éxito de la metodología científica, que justifica su intolerancia en la necesidad de fijar su atención en un conjunto restringido de fenómenos. Hay un acuerdo tácito para olvidar que esos límites, tan efectivos y que tan buenos resultados han dado, constituyen en parte un prejuicio. Un razón encerrada en sí misma, que presta una atención exclusiva a un grupo particular de abstracciones, deviene irracional.

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