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Äúpä la diéresïs

El español es un idioma facilón, para qué engañarnos. Llega a nuestra España biodiversa cualquier polaco, cualquier búlgaro, cualquier ruso, para jugar como defensa central en el Recambios Colón Club Deportivo, pongamos por caso, de la Tercera División Nacional, Grupo VI, y al cabo de quince días habla como un académico de la Real de la Lengua.

Hay quien considera que esa condición facilona del español supone una ventaja para su expansión generalizada, pero sospecho que a nuestra lengua le ocurre lo mismo que a todos los individuos facilones: en el fondo, no se los respeta. No se los valora, no se los ama de todo corazón. El respeto se lo ganan los distantes, los inaccesibles, los difíciles, los envueltos en una bruma enigmática. No hay nada como hacerse el estupendo para alcanzar cierta fama de profundo y cierta aureola de inexpugnable respetabilidad.

Cuando estuve en Japón, me dijeron -no sé si para asustarme e infundirme el terror sacro de lo lingüístico, mediante el que algunos pueblos tratan de someter a otros- que un niño no empieza a leer y comprender el periódico hasta los catorce o quince años. Poseen tres sistemas de escritura clásicos (dos silabarios y un sistema de ideogramas), y uno para la representación del japonés mediante caracteres latinos. Eso sí es un método para empezar a ganarse el respeto universal.

Convendría complicar mucho más el español, recurriendo a las dificultades más célebres que ya existen en otras lenguas. En menos de cien años podríamos transformar el idioma en una lengua que llenase de orgullo a aquellos que la lograsen aprender, después de inquisitoriales esfuerzos. Propongo, como medidas inmediatas, que mezclemos alfabetos diferentes, que implantemos no menos de seis declinaciones, que volvamos irregulares el noventa por ciento de los verbos, y que convirtamos la ortografía en el reino aleatorio del capricho, hasta no estar seguros de quién escribe las palabras de manera correcta, para generar la discusión gramatical entre los hablantes de nuestro rico idioma.

Sirvámonos de los instrumentos que ya poseemos, por ejemplo la incomparable diéresis, tan desaprovechada. Me parece una vergüenza -qué bonita palabra dieresisética- que la diéresis se emplee tan poco en español. Si nosotros no apreciamos nuestros logros, quién los apreciará. (Como sucede con la tilde ebria de la eñe, tan viril y tan poco comercializada en los países del primer mundo verbal.)

Deberíamos usar la diéresis encima de cualquier vocal, de cualquier consonante, para indicar entonaciones distintas con diferentes significados. Deberíamos colocar diéresis no sólo encima de las letras del alfabeto, sino también debajo, en combinación con el estado de ánimo del hablante. No me parece descabellado implantar el uso de la diéresis, en vertical, a la izquierda o la derecha de las letras, o incluso en vertical, y para distinguirla de los dos puntos recurriríamos a la doble diéresis: B::erën::jënä::l, sin ir más lejos.

La diéresis, o crema, añadiría un indudable sabor a nuestro idioma, y ayudaría a situarlo en el lugar que se merece, como el más difícil, sonoro y flexible de todas las lenguas que en el mundo han sido.

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