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Regreso a Croydon

Regreso a Croydon

„¡David Lean! ¿Eres tú?

Lean volvió la cabeza. Entre la muchedumbre de desconocidos que transitaba por el Strand a primera hora de la tarde se fijó en un hombre calvo y mofletudo, que se había detenido a pocos pasos.

„No te acuerdas de mí, ¿verdad? -preguntó el hombre calvo.

„No, lo siento -admitió Lean.

„En cambio, yo te he reconocido enseguida. Claro que tengo ventaja, porque siempre que estrenas una película sales en los periódicos. Soy Howard Hobson.

Aunque los años habían alterado su aspecto, Lean evocó enseguida la sonrisa fácil y el aire despreocupado de uno de sus amigos de infancia. Le tendió la mano, pero Hobson ya lo abrazaba.

Ambos habían nacido en el barrio de Croydon, al sur de Londres, en el seno de familias cuáqueras que se conocían entre sí. Habían vivido en calles contiguas y habían acudido juntos a la escuela local.

„¿Cuánto tiempo ha pasado? -preguntó Lean.

„Más de treinta años. De una posguerra a otra.

„Esto merece una buena cerveza. Yo invito.

Entraron en una taberna y, mientras bebían, compartieron recuerdos de infancia. Hobson comentó que, de niños, como todos los hijos de cuáqueros, tenían prohibido ir al cine.

„Suerte que todo eso ha cambiado -dijo Lean-. De otro modo no podría ganarme la vida. Una tarde, a los trece años, vi que en el Scala proyectaban El chico, una película de Chaplin. Compré una entrada casi sin pensar, y me asombró un poco que resultase tan fácil. Al pasar al otro lado de una cortina fue como si entrase en un mundo distinto. ¿Has visto alguna vez El chico?

„Creo que no.

„Si la hubieras visto te acordarías -dijo Lean-. Es una película maravillosa. Me impresionó tanto que, cuando se encendieron las luces, me quedé allí sentado durante un rato. Un vecino me vio salir del cine y se lo contó a mi padre, que esa noche me golpeó con el cinturón.

„Debió dolerte.

„Más por él que por mí. Mientras me pegaba me consolaba pensando en la película de Chaplin. Días después me internaron en una escuela de Reading, donde pasé cinco años. Mis padres se separaron en secreto, porque eso estaba muy mal visto, y más entre cuáqueros. Volví a vivir con mi madre, que se pasaba el día llorando. Pero yo ya era adulto y quería dedicarme al cine. Te aburro€ ¿Quieres otra pinta?

Su antiguo amigo se excusó, pretextando que tenía que volver al trabajo. Salieron a la calle e intercambiaron teléfonos. Tampoco Hobson vivía ya en Croydon, pero conservaba parientes en el barrio. Antes de despedirse, como de pasada, le dijo a Lean:

„Es curioso que hayas nombrado el cine Scala. Me dijeron que esta semana iban a cerrarlo.

„¿No sabes por qué?

Hobson se encogió de hombros.

„Al parecer, los almacenes Alders necesitan el espacio.

Volvieron a abrazarse.

„¡Te llamaré antes de que pasen otros treinta años! -se despidió Hobson, mientras se alejaba.

Lean se proponía tomar el metro hacia Limehouse, donde vivía, cuando le invadió una incontenible nostalgia. ¡El cine Scala! Evocó las fotografías enmarcadas de actores y actrices, el vestíbulo de espejos, la enorme lámpara de araña central, el piano que tintineaba en la oscuridad. Llevaba décadas sin pisar el lugar.

Pensó en Ann Todd, su mujer, que también era su actriz favorita, y telefoneó para decirle que se retrasaría un par de horas. Al otro lado, la voz sonó riente y despreocupada:

„Seguro que me dejas para ir al cine.

„¿Cómo lo adivinaste? -preguntó él, siguiéndole la broma.

De camino hacia Croydon, en el autobús que atravesaba el puente, Lean tenía la impresión de estar volviendo al país de su infancia.

Se apeó en Blenheim Crescent, donde había nacido. La escuela de párvulos a la que había asistido era todavía un conjunto de ruinas. Los alemanes la habían bombardeado durante la guerra, y nadie se había decidido a construir en su lugar. En cambio, la escuela preparatoria donde había estudiado con Hobson seguía en su sitio.

De pronto se encontró ante el edificio de los almacenes Alders, y distinguió el cine. Aunque conservaba la misma apariencia general, el Scala había envejecido mucho, y la pequeña entrada con su marquesina parecía un pegote en la fachada de altas columnas de los grandes almacenes. En uno de los escaparates, un rótulo anunciaba la próxima inauguración, en aquel mismo sitio, de la sección de cristal y porcelana.

Estaba dispuesto a ver cualquier película, pero al acercarse reconoció las figuras del cartel. Eran los personajes de Oliver Twist, la película que él mismo había dirigido cuatro años antes: el obeso señor Bumble, el usurero Fagin, el brutal Sikes forcejeando con la pobre Nancy y un joven asustado, con un cuenco en las manos, que pedía más sopa.

¿Sería una casualidad o alguien habría elegido aquel modo discreto de homenajear a un director nacido en el barrio? ¿Y por qué precisamente aquella película y no cualquier otra de las que había filmado antes o después?

„¿Es cierto que van a cerrar del todo? -le preguntó a la mujer de la taquilla, que leía una revista.

„Sí, el domingo. ¿Quiere una entrada?

Asintió. Habían quitado las fotos enmarcadas, pero no los espejos del vestíbulo. Lean tropezó con la cortina, que era gruesa y pesada, y caminó a un lado y otro. En la profunda oscuridad, como en los tiempos del cine mudo, un piano tintineaba una composición que recordaba a Mendelssohn.

Lean ocupó a tientas un asiento lateral. Como si le hubiesen esperado para iniciar la sesión, el piano calló, el telón se descorrió y el haz luminoso atravesó la sala. Había unas veinte personas: parejas que murmuraban con las cabezas juntas y hombres solitarios como él, diseminados por el local.

Cambió de asiento. Su silueta movediza se proyectó en la pantalla, al tiempo que, sobre un cielo amenazante, aparecían los títulos de crédito, unas ramas agitadas por el viento y el reflejo de unas nubes negras sobre una extensión de agua. Una mujer embarazada, empapada por la lluvia, se dirigía hacia el hospicio.

La mujer moría, después de dar a luz, y alguien le sustraía un pequeño guardapelo de oro, que contenía la única pista capaz de revelar la identidad del recién nacido. Oliver crecía, sometido a las duras condiciones del lugar. Fregaba suelos, recogía estopa y malvivía a costa de mendrugos y sopa aguada.

Algunas imágenes no coincidían con las que él recordaba. ¿Estaba viendo un montaje diferente, con escenas desechadas? ¿Era su obra o la de otro?

A ratos parecía incluso una película completamente distinta. Un niño erraba por unos callejones angostos y embarrados, y de pronto la cámara se le acercaba y resultaba ser el protagonista de El chico, la película de Chaplin, o al menos alguien que se le asemejaba mucho.

También Chaplin, como Dickens, había tenido una infancia terrible, que había plasmado en sus películas. Comparada con la de ellos, la infancia del propio Lean había sido feliz y hasta monótona.

El plano final, que mostraba a tres personas entrando en una casa señorial, era muy semejante al de El chico.

Cuando se encendieron las luces de la sala, y la gran lámpara de araña recuperó el antiguo esplendor, Lean permaneció en su asiento y aguardó a que los demás espectadores abandonaran la sala.

En el largo trayecto hacia su casa, reflexionó sobre lo que había visto. A medida que se alejaba de Croydon, su extrañeza aumentaba y la aventura le parecía menos real.

Su mujer estaba esperándole. Mientras cenaban, él le habló de su encuentro con Hobson y del viaje que había hecho para revisitar su infancia.

„Así que era cierto -comentó ella, pensativa-. Me dejaste para ir al cine. Y encima para ver una de tus propias películas.

„No puedes estar celosa -rió él.

„No es que quiera ver Oliver Twist otra vez. Pero nunca me llevaste a Croydon.

„Si quieres, podríamos ir mañana mismo.

„¿No te resultará aburrido volver tan pronto?

„No, si vamos juntos -contestó él con galantería.

A la tarde siguiente, en Croydon, él le mostró los lugares de siempre: la casa natal, la escuela de párvulos, la taberna El Cisne, la escuela preparatoria.

Cerca de los almacenes Alders, Lean se sobresaltó y echó a correr hacia ellos. La entrada del cine estaba ocupada por un largo escaparate, que mostraba un amplio surtido de vajillas.

„¿Qué ocurre? -preguntó Ann Todd.

„¡No lo sé! -contestó con irritación-. ¿Cómo puedo saberlo?

Un empleado de los almacenes les informó de que el cine había cerrado hacía cuatro años, los mismos que llevaba allí la sección de cristal y porcelana.

Mientras su mujer y el empleado le observaban con curiosidad, Lean registró sus bolsillos compulsivamente. No recordaba dónde había anotado el teléfono de su amigo y tampoco había conservado la entrada del cine.

Durante los meses siguientes, Lean esperó en vano la llamada de Hobson.

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