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Descrédito del seductor

Qué pesadez la de la gente con la monserga esa de la seducción. Qué tópico más insípido el de atribuir a todo el mundo la necesidad de convertirse en un seductor con respecto a los demás: un tópico de mercachifles, de tenderos, de chalanes y feriantes por las plazas de los pueblos en día de mercado. Uf, uf, y uf.

El escritor -dicen los cargantes- está obligado a seducir a su lector desde la primera página de su novela en marcha, y esa seducción se debe mantener a toda costa hasta el punto final. Y digo yo: ¿por qué? ¿Cuándo se ha firmado ese contrato sentimental entre las partes? ¿Es que acaso los mecanismos de la seducción son idénticos para todos los que esperan para ser seducidos mediante la escritura? No hay nada como las proclamas pomposas.

Los profesores -repiten los pelmas- están obligados a seducir a sus alumnos. No basta, al parecer, con poseer abundantes conocimientos sobre una materia, y experiencia acerca de cómo transmitirlos, sino que hay que transformar las clases en una variedad del vodevil, con sus canciones, con sus coros, con su ballet y sus lucecitas.

Los políticos -insisten los muermos- están obligados a seducir a sus votantes, como si los votantes no tuviéramos otra cosa mejor que hacer, durante todo el día, que estar atentos a los requiebros más o menos amorosos de los políticos.

Las mujeres y los hombres -pregonan los pacotillas- están obligados a seducir a sus parejas a diario, según una idea del amor que se parece demasiado a una oposición eterna para convertirse en funcionario municipal. Sin embargo, cualquiera con un cierto conocimiento acerca del género humano sabe que una de las grandes recompensas inmediatas del amor consiste en no tener que ir por el mundo tratando de enamorarse ni procurando enamorar al prójimo.

España -claman los cráneos privilegiados- está obligada a seducir a Cataluña, la pobre princesa desencantada de su príncipe azul, para que no abandone las páginas del libro y emprenda de forma unilateral la redacción de su cuento de hadas.

Cuánta mala conciencia a la deriva vaga por las calles, en busca de alguna conciencia vaga en la que anidar y convertirse en un lugar común. Cuánto complejo de culpa flota entre las nubes, esperando a caer, en forma de bendita lluvia culpabilizadora, sobre las cabezas de la ciudadanía.

Por lo que a mí se refiere, me declaro objetor de conciencia contra la mala conciencia; insumiso contra el complejo de culpa.

Sólo se seduce a quien de antemano se ha propuesto dejarse seducir. Sólo se seduce a quien se esfuerza en facilitar las circunstancias para que la seducción cobre forma. Todo lo mejor hay que merecérselo. Hay que ganarse a pulso lo imprescindible. Hay que sudar para obtener recompensas. De modo que ya está bien de cargar de responsabilidades a los pluriempleados seductores, y a ver si reclamamos unos cuantos deberes más a los holgazanes seducidos.

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