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El mundo formidable de K

Se cumplen un siglo de la publicación de «La metamorfosis». La editorial Atalanta lanza una nueva traducción del clásico de Kafka, más fiel a su estilo, esta vez titulado «La transformación».

El mundo formidable de K

Hay quienes creen en la evolución (los modernos) y quienes creen en la metamorfosis (los antiguos). La diferencia fundamental entre ambas es que la primera es de sentido único y supuestamente ascendente, mientras que la segunda admite ambas direcciones. Kafka, un moderno antiguo, como Spinoza o Schopenhauer, tuvo el genio de barajar ambos modelos en una pieza breve (y para algunos magistral) que ya forma parte del imaginario colectivo de la cultura europea. Recientemente la editorial Atalanta ha publicado una nueva versión de la obra, esta vez titulada La transformación, debida a un filósofo schopenhaueriano, Luis Fernando Moreno Claros, y una filósofa spinociana, Pilar Benito Olalla. Una bella combinación para el testimonio, entre riguroso y tierno, de un viajante de comercio con el que finalmente uno acaba identificándose.

La historia es bien conocida. Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregor Samsa se despierta convertido en un enorme insecto. Sobre la identidad del artrópodo hay dudas. El relato nunca deja claro de qué criatura se trata. Podría ser un escarabajo o un chinche pertrechado con un duro caparazón, que erguido alcanza hasta un metro de altura. Kafka rogó expresamente al editor que en la cubierta del libro no apareciera el bicho. Nabokov dio por hecho que se trataba de un escarabajo y lo esbozó en uno de sus cuadernos de notas. Sea como fuere, ya en la primera página el protagonista advierte que no se trata de un sueño. Cierra los ojos para no ver el penoso espectáculo de la agitación de sus patas, pero es inútil. Intenta rascarse con una de ellas y el roce le produce escalofríos. Samsa no se reconoce. Intenta salir de la cama balanceándose sobre un costado. La resistencia de su caparazón le permite arrojarse sobre la alfombra. Samsa no se reconoce y se complace imaginando que a su gerente pudiera ocurrirle lo mismo. Cuando intenta hablar a través de la puerta de la habitación en la que se encuentra atrincherado, descubre horrorizado el estridente silbido de su voz. Al otro lado se encuentran sus padres, su hermana y su jefe, que ha llegado hasta el domicilio familiar al advertir su ausencia. Todavía piensa que si se da prisa podrá coger el tren de las ocho. Hasta un tercio del relato el protagonista intenta ponerse de pie. Sus inclinaciones de homínido perviven pero gradualmente se da cuenta de que debe cambiar de hábitos. Le repugna la leche, hasta entonces su bebida predilecta, advierte que se desplaza mejor tumbado que erguido, siente la vibración de las antenas, aprende a manejar sus numerosas patas, a subir por las paredes y a encaramarse en el techo. Encuentra acomodo debajo del sofá, mientras la familia se va acostumbrando a convivir con el monstruo.

En el subsuelo narrativo de la obra están Ovidio y Apuleyo, aunque Kafka nunca mencionó a estos autores, pero el relato recuerda más a Casa tomada de Cortázar, de indudable tono kafkiano, o a El doble, de su admirado Dostoievski. También tiene algo de Pedro Páramo y las sombras que habitan Comala y de La muerte de Iván Ilich, de Lev Tolstoi. Pese a su aspecto repulsivo y las dificultades en la convivencia, Gregor continúa siendo un miembro de la familia. Una de las escenas más emotivas tiene lugar en el momento en que le abren la puerta de la habitación para que, desde la oscuridad, pueda observar a la familia cenar en torno a la mesa iluminada y escuchar sus conversaciones. Pero conforme avanza la historia, tanto el protagonista como sus allegados van gradualmente olvidando su condición humana. El padre lo bombardea con manzanas y Grete, su hermana favorita, termina por traicionarlo.

De Franz Kafka lo sabemos casi todo. Al menos todo lo que él sabía de sí mismo, que consignó en sus diarios y en una extensísima correspondencia con Felice, su prometida, con la que no llegaría a casarse (la idea del matrimonio acabó resultándole odiosa por oponerse a sus aspiraciones literarias). Kafka fue un corresponsal imaginativo y despótico, exigía carta a diario y su correspondencia se ha publicado en un tomo que supera las 800 páginas. Quería permanecer solo para poder escribir, pero al mismo tiempo temía fracasar y caer en la locura. Sabía que era un bicho raro, «a mi lado no podrías vivir ni dos días seguidos» y lanzaba continuamente mensajes contradictorios a su amada.

Sabemos que amaba el cine, que desde muy joven se consagró a la creación literaria, que le apasionaba leer y que esa necesidad lo enfrentó a su padre. «Me iba a dormir triste y dejaba que germinara en mi el odio que ha dominado siempre en el seno de mi familia y, a partir de ahí, el resto de mi vida». También sabemos que cualquier otra obligación lo deprimía. Salvo quizá los paseos a pie o en bicicleta, la conversación con otros amigos escritores y los baños en el Moldava. Su trabajo en una oficina de seguros lo torturaba y solo le complacía la obligación autoimpuesta de la escritura. Le obsesionaba la necesidad de aislamiento. Sabemos que escribía por las noches, en largas e ininterrumpidas jornadas de diez horas. Algunos relatos los escribió del tirón en una sola noche, sólo así conservaban su fuerza y naturalidad. Le entusiasmaba leer en voz alta sus obras en los cafés y tenía talento escénico. Cuando leía sus historias a sus hermanas o amigos la crueldad del desenlace multiplicaba las carcajadas. Kafka se reía tanto de la ruina de sus héroes como de sí mismo. Sabemos que tuvo un editor comprensivo. Kurt Woff lo ayudó y siempre tuvo fe en su trabajo. Sabemos que solía emprender los relatos a partir de un par de frases iniciales, sin un plan previo y desconociendo cuál sería el desenlace, que escribía con fluidez, que hilvanaba frases con facilidad, que no buscaba palabras sino que las encontraba. Sabemos que se deprimía cuando no podía mantener su ritmo de trabajo y que era pesimista a la hora de tasar sus obras. «Mi vida ha consistido desde siempre en intentos de escribir, la mayoría fracasados. Si no escribo estoy por los suelos y sólo valgo para que me barran».

Sabemos incluso de sus duermevelas y obsesiones. Con frecuencia se veía a sí mismo como un parásito. Una mañana lluviosa de domingo, en el otoño de 1912, mientras esperaba carta de su prometida, experimentó el deseo de transformarse en coleóptero y quedarse acurrucado en la cama. Poco después inicio la redacción de una pequeña historia que cobraría mayores dimensiones. «Me gustaría leértela en voz alta, dice a su amada, seguro que te da mucho miedo, aunque lo verdaderamente terrible son mis cartas de todos los días». Sabemos que al año de haber concluido la historia, la releyó y la encontró mala.

Kafka creó un realismo mágico europeo, más psicoanalítico que mítico, sin la exuberancia verbal y escénica del trópico americano. Ninguno de sus libros fue un best seller, pero tuvieron repercusión en los círculos literarios, que celebraron su prosa noble y clara. En líneas generales, fue un escritor relativamente reconocido. Le costaba dar las obras por terminadas y cuando murió con apenas 40 años a causa de una tuberculosis, dejó tres novelas sin terminar: El desaparecido (que Max Brod retituló América), El proceso y El castillo. Su estilo era anómalo para su época. Conciso y llano, nuevo e independiente, tenía la precisión de un Dante, circunstancia que los traductores han reflejado gracias a su minucioso trabajo. No han tratado de embellecer su prosa (muy americana, por cierto, pero del norte) y han optado por la literalidad, por rescatar el tono seco y directo, rompedor en una época de excesos expresionistas. Una impecable edición que esconde valiosos secretos. Un relato fascinante que susurra una verdad antigua y arquetípica que a todos concierne. La certeza de que en cada viviente se oculta la metamorfosis.

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