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Crónicas de la incultura

Patrimonio

Bueno, ya estamos medidos en harina. Suenan petardos por las calles, huele a bunyol de carabassa, cada día a las dos en punto la plaça de l´Ajuntament estalla en un hervor de multitudes y de ruido ensordecedor, las bandas recorren las calles, el tráfico se vuelve imposible€ Es la locura, las Fallas están a la vuelta de la esquina. Sin embargo, todos sabemos que este año será diferente porque la fiesta acaba de ser declarada patrimonio inmaterial de la humanidad (PIH). Aún no se han acabado las declaraciones triunfalistas de los falleros (y de los políticos, que se agarran a un clavo ardiendo con tal de salir en la foto y arañar unos pocos votos), pero antes de que la cremà eche la falleba a lo de este año, se impone un minuto (o 4.000 caracteres, si lo prefieren) de reflexión. No nos vendan esta concesión tan solo como un gran éxito: ante todo supone una gran responsabilidad. Primero, porque patrimonios inmateriales de la humanidad hay bastantes en España, en la Comunidad Valenciana hasta cuatro: el Misteri d'Elx (desde 2001), el Tribunal de las Aguas (desde 2009), les Festes de la Mare de Déu de la Salut de Algemesí (2011) y ahora les Falles. Desde luego las tres primeras manifestaciones no suscitaron tanto revuelo ni fueron promocionadas con tanto fervor por las instituciones. Segundo, porque ya había otras fallas que fueron declaradas PIH hace dos años, les Falles del Pirineo aragonés y catalán, que son modestas procesiones con antorchas.

Sin embargo yo quisiera fijarme aquí en que si las palabras significan lo que significan, las Fallas de Valencia acaban de ser declaradas: 1) un patrimonio; 2) inmaterial; 3) que pertenece a toda la humanidad. Empezaré por el final, por la humanidad: cuando algo pertenece a una familia, lo normal es que todos sus miembros se beneficien de ello. No sé cómo se las arregló la comisión encargada de promover la declaración de las Fallas como PIH para ocultarle a la UNESCO que el número de valencianos que las adoran está empatado con el de valencianos que las aborrecen. Si esto ocurre en la modesta escala de los habitantes de la ciudad de Valencia, imagínense lo que ocurriría a escala mundial. Ver las Fallas en una pantalla desde el salón de tu casa en un pueblo sueco o en una ciudad del sudeste asiático sin duda es atractivo y estimulante. Padecer las incontables molestias que sufren muchos vecinos de Valencia ya es otra cosa y dudo que si las padeciera toda la Humanidad, aceptase tal patrimonio.

Luego está lo de inmaterial. Hombre, si algo no son las Fallas es una fiesta inmaterial. Es cierto que al final se queman como purificación ritual, pero detrás quedan toneladas de basura, una atmósfera irrespirable y cancerígena durante días, mobiliario urbano destrozado, olores repugnantes a orines y peor, ya saben, qué les voy a contar. Y finalmente el término patrimonio, que encabeza esta columna. Un patrimonio es un bien heredado (por eso en inglés unas veces le conviene la traducción patrimony y otras veces heritage). La afición fallera, sin duda, se hereda y se adquiere en la infancia, pero no está claro que siempre se trate de un bien. La alegría, la generosidad, la solidaridad, la campechanía -que ciertamente acompañan a muchas actividades falleras- son bienes; la obstrucción de calles, a menudo con riesgo de la vida para los vecinos; la insoportable contaminación acústica y, en ciertos sectores, también lumínica; la imposición de pautas urbanas incompatibles con la civilidad€, todo esto indiscutiblemente son males y, por tanto, no representan patrimonio alguno.

Acabo con lo de la responsabilidad. La declaración que celebramos no es un final, sino un principio. Otras grandes fiestas europeas del mismo estilo como el Oktoberfest o los Carnavales (canarios y venecianos) también estuvieron en el filo de la navaja y supieron ganarse el título de PIH. Es a lo que quedan emplazados l@s faller@s, la corporación municipal y el vecindario entero de Valencia.

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