Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El Flaco y los fantasmas

Hay dos disciplinas que me entristecen tanto como me gustan, dos ámbitos de la inteligencia y la sensibilidad que tienen sobre mí, a la vez, el poder de infundirme placer y abatimiento.

El primero es el de los libros de Historia, que demuestran, junto con la gloria del hombre, el hecho incontrovertible de que no tenemos remedio como especie, y que ratifican el sentido de los terribles versos de Macbeth, aquella sentencia de que la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia.

El segundo universo que me apasiona y me desconsuela, al mismo tiempo, es el de la fotografía, porque siempre fija lo que ha desaparecido (un instante antes o muchos años atrás), y lo hace con una endemoniada apariencia de vida. Cualquier foto nos deja desconcertados y meditabundos: nuestra sombra, por así decir, la huella de la luz atravesándonos, parece tener más consistencia que nosotros mismos, durar más de lo que nosotros duraremos.

Esa mezcla melancólica de alegría y pesadumbre me ha embargado de una forma muy poderosa al contemplar la espléndida exposición fotográfica de José García Poveda, El Flaco, en el Centre Cultural La Nau: La Valencia de El Flaco.

Estoy seguro que El Flaco podría haber hecho mil exposiciones distintas sobre Valencia, con su archivo. Estoy seguro de que cada uno de nosotros, sus admiradores, habríamos hecho mil exposiciones distintas, si nos dejase chismorrear entre sus negativos incontables. Pero esta es «su» Valencia, y celebro la decisión de retratar la ciudad, en especial, a través de sus habitantes, de las personas, de sus amigos, de los personajes (la mayor parte conocidos, e incluso célebres) que desde los ochenta hasta casi el presente la han poblado.

No sé qué opinarán ustedes, pero me parece -y sé que es discutible- que el principal criterio para medir la belleza urbana es antropocéntrico. Para amar una ciudad del todo necesito amar a alguien en ella: a un amigo, a un poeta, a un pintor, a un mártir, a un filósofo, a un héroe. De lo contrario, esa ciudad puede gustarme, pero siempre será un escenario vacío. Tengo una mirada «cordial» sobre las cosas: me interesa el corazón de los asuntos; es decir, me interesan los hombres que palpitan entre los asuntos y las cosas. Los puentes, los rascacielos, los canales con góndolas, las avenidas y los cafés no son mágicos del todo sin la gente.

La Valencia de El Flaco está humanizada por completo, y es humanista. El humanismo que impregna sus retratos es el de quien cree en el individuo como paisaje definitivo, en la celebración de los habitantes de la ciudad como el argumento de argumentos.

Esa Valencia -qué extrañeza al contemplarla- también es la mía, también fue la nuestra, y ahora ya no está en ninguna parte, como no estamos en ninguna parte quienes fuimos nosotros en aquellos tiempos. En ninguna parte, salvo en esa «parte ninguna» que es el universo espectral de las fotografías. En ninguna parte, salvo en la mirada de El Flaco, el anfitrión de los fantasmas.

Compartir el artículo

stats