Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Cuando éramos progres

«La Valencia de El Flaco» está resultando la exposición más exitosa de la temporada, hasta el punto que los responsables de la Nau han decidido prorrogarla hasta octubre

Cuando éramos progres

Deben de ser más de tres décadas las que venimos viendo al Flaco en todas partes. Ha sido testigo de los aconteceres de la ciudad, de manera silenciosa, con una ligera discreción visible. Ha sido el albacea de la política y la cultura, de la ciudad, claro, y entre estreno y estreno, rueda de prensa o entrega de premios, el Flaco iba y venía a Cuba, su ínsula de Barataria, o se dejaba seducir por los sermones mordaces de Pepe Rubianes y deambulaba por la noche, en los aledaños primero de La Marxa y luego del Negrito. Ahora ya le he perdido la pista. Han pasado treinta años y su trabajo documental ha terminado por resultar ímprobo, necesario.

Con muy buen ojo y no menor criterio, el centro cultural de La Nau -en estos momentos uno de los grandes focos expositivos de la ciudad-, le ha dedicado una muestra al trabajo del Flaco, José García Poveda. Ha batido todos los récords de visitas y ha sido tal su éxito que los responsables han decidido prorrogarla hasta el próximo mes de octubre. El trabajo se centra en los años 80 y 90, justo en el momento en el que Valencia, tras la clandestinidad, parecía despertar hacia un activismo cultural a plena luz del día y de aquellas noches interminables.

El montaje de la exposición es magnífico, brillante. La voz del Flaco, nada teórico, nada vernáculo, se oye por toda la sala, y ese audio, quebradizo, hace las veces de elemento empático, narrativo, hacia la humanidad del Flaco, que resulta que es la nuestra, pues lo que allí vemos es a nosotros, a lo que fuimos, una época de efervescencia, tan alternativa que un personaje freak como el Flaco le sacó casi todo su jugo.

García Poveda se convirtió, casi sin quererlo, en un periodista gráfico, pero poco al uso. Rara vez sus imágenes cumplían los asertos canónicos de la imagen de prensa. El Flaco ha sentido siempre la necesidad de singularizarse, de ahí su aversión a la estandarización. Gracias a ello, posiblemente, nunca trabajó en la nómina de un medio, y optó por fotografiar y vivir conforme a su carácter díscolo -free lance se decía entonces, ahora es precario-, siempre como un periférico pero siempre allí.

Tampoco resultó ser un profesional de lo artístico. Apenas ha utilizado el estudio o los artilugios angulares y parafernalias lumínicas. Tampoco se ha impuesto como retratista. No es capaz de congelar una instantánea o de preparar la escena mínimamente. Ni siquiera dotando de ese aire falsamente improvisado tan del gusto de Avedon y sus seguidores. El Flaco tiene más de alma de los fotógrafos amigos de la Leica y su universo vital, camarita en mano y mucha libertad, de enfoque, de luces, de lo que sea. Como una nouvelle vague de la fotografía, en un blanco y negro de pocos contrastes, nada de penumbras y jueguecitos psicológicos bergmanianos.

Dispara mientras comenta su última andanza cubana o las derivas anárquicas de la política. Y el resultado, que siempre había sido dinámico, diferente y heterodoxo, cuando se ha podido ver reunido, como ahora en la Nau, es el más contundente y preclaro retrato de una época, de un tiempo huido cuyo aroma solo ha interpretado el Flaco. No sé si conoce la obra de Robert Frank -que ahora mismo se puede ver en el IVAM-, pero esa captura de la vida en movimiento es lo que el Flaco ha terminado por narrar con sus fotografías. La imagen de Miralda con el artista fallero Manolo Martín en la playa, delante de un bañista con sombrero de paja y al fondo un Miguelete acuático la hubiera firmado el mismísimo Frank.

En la Valencia del Flaco están aquellos que protagonizaban la vida política y cultural de la ciudad cuando concluía la Transición, todo el mundo a sus puestos, en un micromundo con altas dosis de endogamia y tribalismo. No hay ciudad sino protagonistas de la misma, atrapados en momentos activos. La imagen de un barbilampiño Eduardo Zaplana saliendo con su equipo recién vencida la Generalitat para sus huestes, resulta impresionante: de los once miembros de la comitiva solo uno está mirando al fotógrafo, y este se ha situado a menos de un metro delante de todos ellos para captar el ritmo de una cuadrilla "torera" que viene de asaltar el poder.

Una especie de intrascendencia invade la actitud del Flaco ante su trabajo, y es justo esa pose suya, desacralizadora, la que provoca en sus personajes que quiebren el rictus e interpreten a su propio personaje, no a su efigie, que es el retrato, sino a su propia construcción, entre risas y gestos, los que se impregnan del espíritu de una época, la crónica de ese momento cuando no se podía ser otra cosa para disfrutar de una vida intensa que lanzarse por la senda de la progresía. Gestos procaces como los de Ovidi Montllor, felices como los de Berlanga junto a un adusto Bardem y un pizpireto Muñoz Suay, el movimiento entre pop y de piscina de interior de un grupo guapísimo formado por Evarist Navarro, Josevi Plaza y Encarna Jiménez, o la imagen del ocaso de la que fue princesa de la nada en los tiempos psicodélicos del Carmen, la eterna Blanquita.

El tiempo se nos ha ido pero el Flaco ha estado allí para retenerlo en el catálogo de la memoria. Tarde o temprano, el tiempo se recobra. ¡Qué brillante exposición!

Compartir el artículo

stats