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Leyendas de verano (7)

Hans, el caballo calculador

Hans, el caballo calculador

A finales de 1890, un profesor alemán de matemáticas de secundaria, llamado Wilhelm Von Osten, adquirió la convicción de que la humanidad había subestimado en gran medida las habilidades de razonamiento y la inteligencia de los animales.

Para poner a prueba su hipótesis, dejó las clases y se encargó de enseñar a un gato, a un caballo y a un oso los principios de las matemáticas. «No puede ser más difícil que enseñar a los niños», pensaba.

Pero el gato era indiferente a sus esfuerzos, y el oso parecía francamente hostil. En cambio, Hans, el caballo de origen árabe, demostró ser una auténtica revelación. A base de instrucción, aprendió a usar el casco de la pata delantera derecha para representar los números escritos en una pizarra.

Para el deleite de Von Osten, anotar un 3, por ejemplo, en la pizarra, ocasionaba un golpeteo de cascos por parte de su pupilo, una hazaña que Hans podía repetir para cualquier número por debajo del diez.

Alentado por este éxito, Von Osten presionó a su alumno para que llegara más lejos. Expuso en su pizarra algunos problemas básicos de aritmética e intentó entrenar al caballo en el significado de los símbolos.

Hans tenía capacidad de sobra para mantenerse al día con el plan de estudios, y pronto pudo proporcionar las respuestas correctas a una variedad de problemas, como raíces cuadradas y fracciones.

A partir de 1891, Von Osten empezó a exhibir por toda Alemania a Hans el listo, como se le apodaba, para difundir sus insólitas habilidades matemáticas. A medida que el espectáculo era conocido, atraía a multitudes mayores.

—Si el miércoles es el primer día del mes -preguntaba Von Osten a Hans, que parecía entender el alemán a la perfección-, ¿qué fecha es el lunes siguiente?

Hans daba seis golpes de casco.

—¿Cuál es la raíz cuadrada de dieciséis?

Hans golpeaba cuatro veces.

Von Osten también explicaba a las multitudes asombradas que, aunque Hans no pudiese hablar, era capaz de sustituir las letras del alfabeto por golpes, siempre que se tuviera en cuenta que un golpe equivalía a la letra A, dos golpes a la B, y así sucesivamente.

A continuación, Hans demostraba ese talento, deletreando los nombres de algunos presentes y respondiendo a preguntas simples. También podía contestar cuando se le preguntaba por la hora. Pese a que cometía errores a veces, su promedio de aciertos era de un 89%. Según estimaciones de la época, la comprensión matemática de Hans era equivalente a la de un niño de catorce años.

Naturalmente hubo muchos escépticos, sobre todo después de que el New York Times publicara en primera página un reportaje sobre la capacidad intelectual del caballo, al que consideraba un fraude.

El Consejo alemán de Educación se sintió implicado, y pidió que se llevara a cabo una investigación independiente sobre las habilidades de Hans. Von Osten estuvo de acuerdo. Era un hombre de ciencia, después de todo, y sabía que por su parte no había engaño alguno.

Los miembros del Consejo reunieron a un variopinto grupo de personas, entre las que había dos zoólogos, un psicólogo, un entrenador de caballos, varios maestros de escuela y un director de circo.

Tras un concienzudo examen, la comisión concluyó en 1904 que no había engaño en las respuestas de Hans, Por lo tanto, el talento de este quedaba acreditado.

Solo Oskar Pfungst, un psicólogo con algunas ideas novedosas sobre cómo desentrañar el misterio, mantenía sus dudas.

Pfungst mandó levantar una gran carpa para aislar a Hans y albergar sus experimentos. A fin de recabar tantos datos como fuera posible, reunió una lista muy amplia de preguntas y pensó en las diferentes variables que debían considerarse.

Como cabía esperar, Hans actuó muy bien cuando las preguntas le fueron planteadas por su propietario, Von Osten. También recibió calificaciones muy altas por sus aciertos con otros interlocutores, cuando estos se encontraban a una distancia más o menos próxima. Pero, cuando Pfungst les pidió que se alejaran, sucedió algo curioso, y es que la precisión del caballo disminuyó.

Otras variables fueron más reveladoras. Cuando el interrogador desconocía la respuesta a una pregunta, como por ejemplo cuando ignoraba un nombre de persona, la exactitud de las respuestas de Hans rozaba el cero. Y lo mismo ocurría cuando el interrogador permanecía completamente oculto.

Parecía como si la habilidad de Hans dependiese de su capacidad para obtener una visión cercana y sin obstáculos de la persona que conocía la respuesta correcta.

En cierta ocasión, Pfungst sufrió la desagradable experiencia de ser mordido en una mano por Hans, que se había vuelto increíblemente vanidoso y reaccionaba con desagrado cuando se le acosaba con preguntas que no podía contestar.

Pese a ello, continuó sus experimentos, ahora fijándose en las personas que interactuaban con Hans. Pronto reparó en que la respiración, la postura y la expresión facial de cada interrogador cambiaba involuntariamente cada vez que sonaba un golpe de casco, y mostraba leves signos de tensión.

Cuando se daba el último golpe, presuntamente correcto, esa tensión desaparecía en un instante del rostro del interrogador, momento que Hans interpretaba como una señal para detenerse. Pfungst advirtió también que la tensión estaba ausente cuando el interrogador desconocía la respuesta correcta, lo que dejaba a Hans sin referencias.

Aunque el experimento pareció demostrar que el caballo carecía de una comprensión real de las matemáticas, puso de relieve algo no menos extraordinario, y es que Hans era enormemente receptivo a las señales sutiles e inconscientes que le transmitían sus interrogadores humanos.

Una vez que advirtió estas señales, Pfungst fue capaz de rivalizar con la precisión de Hans, poniéndose en su lugar, fijándose en el lenguaje corporal de los interrogadores y anticipando las respuestas equinas.

Es más, descubrió que los interrogadores eran incapaces de contener o suprimir esas señales, incluso cuando se les advertía.

Posteriormente se ha comprobado que muchos animales responden a las señales de sus amos humanos, y se especula con la idea de que los caballos pueden poseer una mayor sensibilidad al lenguaje corporal discreto, tal vez como resultado de sus interacciones sociales con otros caballos.

Hoy en día, el término efecto inteligente de Hans se utiliza para describir el influjo de las señales sutiles y no intencionadas de un interrogador sobre los sujetos de experimentación, tanto animales como humanos.

Wilhelm Von Osten nunca aceptó la explicación de Pfungst, por lo que él y su caballo reanudaron su espectáculo de matemáticas y lenguaje corporal por toda Alemania. Como en la etapa anterior, el público siguió mostrándose entusiasta. Habían contribuido a hacer de él un mito, como treinta años después harían el de Hitler, y estaban orgullosos de ello.

Aunque Hans el listo podía no saber nada de matemáticas y debía tener escasos conocimientos de alemán, su capacidad de engañar a tanta gente durante tanto tiempo lo convierte, cuando menos, en un animal de gran astucia.

Como solía decir Pfungst:

—Teniendo en cuenta sus dotes para distinguir los signos más sutiles en la expresión de los seres humanos, Hans habría sido un excelente jugador de cartas, de no ser por sus cascos.

Nuestro interés por la habilidad de contar de otros animales no humanos es relativamente reciente. Esa habilidad se ha detectado en primates, en ratas, en ardillas, en leones, en hienas, en loros, en cuervos, en ranas y hasta en buen número de insectos, sin ningún tipo de entrenamiento.

Cuando además lo tienen, las capacidades de estos animales aumentan considerablemente. A algunas especies se les puede enseñar a reconocer, o incluso a reproducir, secuencias de señales acústicas. A otras se las puede entrenar para que den tantos golpecitos como puntos ven en una determinada imagen.

Los chimpancés, por ejemplo, son capaces de seleccionar en la pantalla de un ordenador el número que corresponde a los plátanos que hay en una caja. No es una habilidad baladí, ya que muchos humanos, aunque fuera por despiste, nos equivocaríamos al hacerlo, sobre todo en verano.

En el instituto de Investigaciones con Primates de la Universidad de Kioto se enseñó a un chimpancé a identificar los números del 1 al 6, presionando la tecla adecuada de un ordenador cuando le mostraban un determinado número de objetos en la pantalla. El experimento dio lugar a un debate nacional, y algunos países compitieron para intentar dilucidar cuál albergaba a los chimpancés con más habilidades numéricas.

Ninguno, claro, hubiera podido competir con Eupompo.

Era este uno de los retratistas más célebres de la antigua Alejandría, la clásica. Tenía muchos clientes, y su negocio era extremadamente rentable. Por un retrato de medio cuerpo, la gente adinerada le pagaba grandes sumas en oro y especias.

De pronto, eso terminó. Eupompo renunció a pintar más retratos y cerró las puertas de su estudio. Los clientes se quejaron, pero sus esclavos cumplieron la orden de recibir solo a sus íntimos.

Y es que el joven pintor se había enamorado de las matemáticas. Los números se habían convertido para él en la única realidad, la única certeza. Solo contar tenía sentido para él, porque era lo único que estaba seguro de hacer bien.

El arte era subjetivo y dependía del azar, pero las matemáticas mostraban la solidez de las pirámides. De eso dedujo que, para tener algún valor, el arte debía fundamentarse en una base numérica.

Su primer cuadro pintado con el nuevo estilo fue un lienzo gigantesco, de cien metros cuadrados. Sobre esta vasta tela representó un océano ilimitado, cubierto en toda su extensión de multitud de cisnes negros. Treinta y tres mil, para ser exactos.

Conviene observar, en este punto, que por entonces los griegos desconocían la existencia de Australia, único lugar de la Tierra donde existían esos cisnes.

En el centro del cuadro había una isla, sobre la que se alzaba una figura más o menos humana, con tres ojos, tres brazos, tres piernas y tres ombligos. En el cielo plomizo lucían tres soles.

Eupompo tardó nueve meses de duro trabajo en pintar aquel cuadro. Los escasos privilegiados que pudieron verlo lo consideraron de inmediato una obra maestra, y formaron una pequeña escuela en torno al pintor. Los eupompianos, se llamaron a sí mismos.

Su principal actividad consistía en sentarse durante horas ante la gran obra, y contar los cisnes. Para los eupompianos, contar y contemplar eran lo mismo. Tras la intensa contemplación, volvían a sus casas contándolo todo: los pasos que daban, los adoquines de las calles, las ventanas de las casas, los gatos que se cruzaban en su camino.

El siguiente cuadro de Eupompo, un inmenso huerto de árboles idénticos, tuvo menos éxito. Se resarció con otro, en el que pintó una multitud de personas en una plaza, formando grupos que imitaban exactamente el número y la posición de las estrellas que componen las constelaciones más famosas: Orión, Tauro, Andrómeda, la Osa Mayor y la Menor.

Permanentemente insatisfecho, Eupompo se cansó de pintar objetos repetidos y quiso simbolizar al número mismo. Se le ocurrió representar las ideas fundamentales de la vida mediante los términos numéricos que, según su teoría, eran la base de esas mismas ideas.

Zuylerius, uno de sus biógrafos, menciona una evocación del dios del amor, Eros, que consistía en una serie de planos entrelazados íntimamente, y otro cuadro, que pretendía reproducir la lista infinita de los números pares e impares, en un estilo que podría denominarse aritmético geométrico, y que quizá anticipaba el cubismo de principios del siglo xx que practicaron Picasso, Braque y Juan Gris.

Se rumorea que su última obra fue una representación del Número Puro, que para él era también el Universo entero. Aunque estuvo trabajando varios años en él, no llegó a terminarlo.

Intranquilos porque llevaban tiempo sin saber nada de su amo, los esclavos derribaron la puerta de su estudio y solo encontraron un lienzo cegador con un punto luminoso en el centro, del que emanaba un calor intenso.

De Eupompo solo quedaban sus sandalias. Nadie ha vuelto a verlo, y desde entonces se han sucedido las especulaciones sobre su suerte.

Tampoco se ha conservado ninguno de sus cuadros matemáticos, y se le recuerda principalmente por un cuento que Aldous Huxley escribió sobre él y por el consejo que dio a sus discípulos de pintar solo números.

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