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Teoría y práctica de la revolución

Alek Popov, el más conocido de los escritores búlgaros actuales, firma una mezcla magistral de alegre distanciamiento brechtiano y violencia a ras de suelo

Alek Popov, (Sofía, 1966). epj

No había reparado en por qué / tenías ese nombre…

Bertolt Brecht

En todas partes cuecen o se han cocido, con más o menos acierto, las habas de la transición política. Aquí mismo, sin ir más lejos. Precisamente, en estos momentos, anda la cosa enredada entre la élite política que defiende al varias veces ministro Martín Villa y quienes lo han llevado ante la justicia argentina, representada por la magistrada Maria Servini, por su posible relación institucional con diversos actos violentos sucedidos durante la transición. A ver cómo acaba la cosa. La que acaba bien es la que se cuenta en una novela que me ha ocupado en esta amenaza globalizada que se parece a la ‘Casa tomada’, de Cortázar, o a ‘Sola y su alma’, esa magistral miniatura atribuida con dudas a Thomas Bailey Aldrich. El enemigo está dentro y fuera. Nosotros y quienes nos sitian a las puertas de nuestra seguridad, a ratos ilusoria, como si fuésemos clase cautiva de las alarmas anunciadas en la tele. La novela es para disfrutar sin tregua el tiempo que dura su lectura. Desde la magnífica portada hasta la última línea, sin perderse nada de lo que acontece en las páginas de ‘Kara y Yara en la tormenta de la historia’. Si han leído hasta aquí, no lo duden: vayan a buscarla, cómprenla y luego, si quieren, siguen leyendo esta leve reseña escrita sólo para decirles que la historia suele ser -y así se escribe- de una gravedad siempre justificada, pero que a veces, como hace ese gran escritor búlgaro que es Alek Popov, tiñe con bastante ironía la gravedad de los acontecimientos y las arrastradas vidas de sus protagonistas.

El 1951, las calles de Sofía están arreglando sus cosas con el pasado. Las calles cambian de nombre (como aquí, con una lentitud pasmosa desde que se murió el dictador). Pero hay una cuyo nombre se mantiene: la dedicada a Yara Palavéeva. La gente se pregunta que quién era esa mujer. Pues fue una partisana que se dejó la vida luchando contra la monarquía y los nazis, aclaran los más viejos del lugar. Yara se llamaba en realidad Gabriela. Ella y su hermana Mónica habían montado un cisco en el instituto burgués donde estudiaban. Y el siguiente paso fue incorporarse a la guerrilla revolucionaria. Así, Mónica se convertiría en Kara. La pareja de gemelas que vuelve loca a los propios miembros de la resistencia. Nada de héroes -aunque lo fueran en muchas ocasiones-: carne y hueso luchando por aquello en que creían, por más que a veces su lucha quedara difuminada en esa contradicción que desde siempre se impuso en las discusiones eternas entre la teoría y la práctica revolucionarias. Será en esa contradicción donde el grupo comandado por ese ‘Lenin’ llamado Medved se debata entre los tiros, los grandes ideales y la muerte. Lo que antes les decía: la ironía no roba un milígramo de gravedad a los acontecimientos. En el otro lado, el ejército gubernamental al mando del Capitán Noche. Así muchos nombres, que son como sacados de una novela de aventuras, enredados en la lucha, una lucha que al final, como dice uno de los personajes, igual tenía paradójicamente como objetivo principal la supervivencia.

Y en medio de todo ese barullo, las leyendas del bosque, con esa relación extraña entre la superstición y el materialismo casi siempre de andar por casa. Genial la aparición del Maligno, de ese monstruo al que se sacrificaban mujeres vírgenes, como un vampiro tan propio de los parajes transilvanos donde Bran Stoker se inventó al monarca de todos los colmillos con carmín que en el mundo de la literatura han sido. Pocas veces -repito- habrán leído ustedes esa mezcla magistral de alegre distanciamiento brechtiano y violencia a ras de suelo, de lealtad y de traiciones, de inocencia y complejidad en la construcción siempre difícil de unos personajes de verdad irrepetibles.

Y por encima de todos esos personajes, esa pareja que forman las hermanas Kara y Yara, casi niñas partisanas que encuentran un lugar imborrable en la historia de su tierra. Esas casi niñas que sufren, entre los suyos de las montañas, la incomprensión y a ratos incluso un acoso con más o menos arrepentimiento. Y que consiguen finalmente salir de esa «neutra soledad «, que decía en uno de sus poemas el Nobel irlandés de literatura Seamus Heaney. Y salen de esa soledad intrusa en las filas de la guerrilla antinazi con la cabeza bien alta de las grandes protagonistas en las tormentas de todas las historias. No había leído nada de Alek Popov. Ni siquiera sé si hay alguna más de sus novelas traducida. Dicen que es el más conocido de los escritores búlgaros de la actualidad. Si he de hacer caso a esta novela, estoy seguro de que esa afirmación no tiene un pelo de engañosa.

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