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Complicidades

Videomilagros

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Recuerdo una lejana entrevista a Jorge Luis Borges en televisión española -aquella televisión pleistocénica en blanco y negro, con solo dos canales, pero con tiempo suficiente como para hacer programas literarios de varias horas; aquella televisión con entrevistadores que fumaban en pipas de espuma de mar y se dejaban crecer barbas existencialistas. Durante la conversación, Borges confesó que rezaba todas las noches en la cama, antes de conciliar el sueño. No lo hacía porque creyese en Dios, ni por cualquier otro género de supersticiones espirituales, sino tan sólo porque se lo había prometido a su madre -Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges- antes de que muriese. Así se sentía aún cercano a ella. Sin embargo, dijo, tenía la impresión de estar hablando por teléfono con el vacío.

He recordado esa entrevista durante estos días, desde que me paso cinco o seis horas seguidas dando clase por videoconferencia. Mis alumnos de la Universidad de Virginia están ahora en sus respectivas casas, algunos en Charlottesville, pero otros en Miami, otros en Nueva York, o en Cody -cerca de Yellowstone, viendo pasar osos desde la ventana- o en Boston, o vaya usted a saber dónde.

A la hora prevista para el comienzo de la clase, les envío un enlace para que se conecten por Zoom, y aparecen puntualmente en la pantalla mis veinticinco alumnos. En España son las cuatro de la tarde, y en Estados Unidos las ocho, las nueve, las diez de la mañana, dependiendo de los usos horarios que se gasten en el estado en donde vivan. Hago un clic y me reciben en sus casas, entro en sus cuartos a miles de kilómetros y veo el color de las paredes, y los muebles, y, por ejemplo, un zapatero de tela colgado de una puerta y repleto de zapatos. Algunos se conectan desde un bar junto a la playa, y veo pasar transeúntes al fondo de la imagen. A veces el perro del alumno se acerca a la cámara y me ladra un saludo de extrañeza canina ante los prodigios de la tecnología.

El caso es que a mí me parece todo un milagro. Estamos a miles y miles de kilómetros los unos de los otros, cada uno en su vida, en su paisaje, con sus cosas, y al mismo tiempo en un limbo común, hablando de Galdós, leyendo poemas de Bécquer, explicando por qué a los escandalosos futuristas les parecía tan ingeniosa la ocurrencia de que un automóvil es más bello que la Victoria de Samotracia.

Es una extraña variante de la intimidad la que nos ha proporcionado la videoconferencia, un contacto sin contacto, un asomarnos a lugares a los que nunca jamás nos asomaríamos en el viejo mundo del contacto y de la antigua intimidad. Todo tiene un punto de rareza, de carácter impalpable, como si todos fuéramos hologramas proyectados en el cielo. Qué raro lo real, sobre todo cuando no lo parece.

Estoy seguro de que si alguien (el Papa Bergoglio los debe de tener, digo yo) me proporcionase el enlace y la contraseña de Dios Padre, podría hablar con él, y asomarme a su casa en un videomilagro, y así poder hablar de nuestras cosas.

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