Las pequeñas cosas

En ‘Contar lo mínimo’ la memoria fluye a ratos feliz y a otros ratos te llena con las trazas del desasosiego.

Las pequeñas cosas

Las pequeñas cosas / Alfons Cervera

Alfons Cervera

Alfons Cervera

No hay historias grandes o pequeñas. Lo que las hace grandes o pequeñas es la escritura. Un día esperaba Orson Welles un tren y mientras tanto compró en el quiosco de la estación una novela de la que no conocía absolutamente nada. Dice la leyenda que después de leerla la tiró a una papelera y con lo que recordaba hizo La dama de Shanghai. También puede suceder al revés: tienes ante tus ojos una historia extraordinaria y cuando la cuentas es un auténtico desastre. En Contar lo mínimo, su autora, Agustina Pérez, convierte la historia de lo pequeño en la pirámide de Guiza. No sé cómo es de grande esa huella faraónica. Pero seguro que es la leche de grande. Me chiflan las historias de faraones, las de los enterramientos en el Valle de los Reyes, y me trago todas las películas sobre la maldición de la momia aunque después de Boris Karloff todas me den risa. Conozco a Agustina Pérez desde hace la tira de años. Sé de su amor por los libros, de cómo los lee en plan entomóloga paciente, de cómo te los cuenta después de haberlos leído. No se le escapa detalle en esa lectura. Ahora sé, después de leer su libro, que escribe como habla, que no desgasta el lenguaje con florituras, que lo ajusta con la serenidad de su abuela cuando pasaba las hojas del calendario de tacos para construir su propio tiempo, un tiempo que hace suyo la escritora y que, como dice Marta Sanz en un prólogo que se sale, «también nos pertenece a quienes la leemos».

Hay quien piensa, también en el mundo de la literatura, que viene de ninguna parte, que la palabra antes no existe para su vanidad idiota, que el mundo empieza y acaba en el culto bobo a esa vanidad. Este libro es un magnífico viaje desde lo de antes a lo de ahora: «Nunca es posible empezar de cero. Hay demasiadas adherencias», escribe casi llegando al final. Un pasado que se cuenta mal convierte la memoria en nostalgia, los recuerdos en una postal cuyo vacío se disimula inútilmente con emoticonos de franquicia emocional, la vida en un páramo reseco como el desierto donde se quedaron a morir los dinosaurios. Contar bien el paso del tiempo es cosa de la escritura casi bruja, de esa escritura que consuela «del duro oficio de vivir». No hay cronología exacta en lo que se cuenta. Llegan las historias y quienes las vivieron sin que nadie les dé el pie, como en el teatro. Llegan así, como si nada, y enseguida somos parte de esa envolvente troupe de personajes quienes los leemos y los hacemos nuestros. La infancia y los veranos. La casa familiar y esa calle repetida como una canción felizmente interminable. El padre con la niña cuesta de Balborraz arriba antes de que esa niña fuera madre y se imaginara siguiendo tanto tiempo después el mismo itinerario, y la madre, que con sus mañas consigue el permiso familiar para que la niña viaje a París, aunque una vez allí se convenza de que «todos necesitamos un lugar al que volver». La suerte de esas adolescentes a las que Agustina enseñaba francés en el instituto con las canciones de Moustaki. El texto tan hermoso que provoca la muerte del artista: «La voz de Moustaki me devuelve a un tiempo que no está perdido».

No hay tiempo perdido cuando transcurre en buena compañía, cuando lo llenamos con nombres que nos ayudaron a vivir más allá de nuestra propia vida, que nos dejaron una huella que nunca se irá de nuestra memoria más agradecida. Somos lo que fuimos encontrando en el camino, como el pobre más pobre del poema de Calderón de la Barca. Y Contar lo mínimo es un reconocimiento a lo que aprendimos de quienes estuvieron antes que nosotros. Ver el nombre de Paco Fernández Buey en varios de los capítulos me llevó a los ratos compartidos con ese hombre que sabía de la dignidad seguramente más que nadie. Recuerdo una de sus referencias a Bertolt Brecht que le viene de cine al excelente libro que les estoy contando: «había encontrado la forma de enlazar la lucidez con la ternura». Y qué les puedo decir de John Berger que a lo mejor no sepan. Borges me da un poco igual, pero Sábato, Pessoa y las hermanas Brontë están en mis altares más insobornables. Además, a Sábato le chiflaban los Beatles: un puntazo a su favor. Qué bien traído Manuel Altolaguirre para recordarnos un maldito julio de 1936 y los exilios tras la victoria fascista y sus crímenes que aún hoy discute esa «mala gente que camina», como nos dejó escrito Antonio Machado. Y El Capitán Trueno. Con su novia Sigrid, la primera turista sueca que llegó a nuestras playas.

Regreso al principio. No hay historias grandes o pequeñas. Lo que vale es cómo las contamos. Detesto la escritura que moja la tinta subida a un pedestal, la que no provoca rayajos en la pantalla del ordenador, la que se consuela a sí misma con la excusa de consolar a los demás. No cabe el consuelo en la buena literatura. No escribimos para redimir nada, como muy bien decía Eliot en sus Cuatro cuartetos. Por eso es Contar lo mínimo un libro en que nada resulta gratuito, en que las emociones no son una trampa, en que la memoria fluye a ratos feliz y a otros ratos te llena con las trazas del desasosiego porque muchas veces del tiempo que contamos sólo quedan las ruinas. Y sobre todo es el libro de las pequeñas cosas y por eso lo traigo aquí lleno de inmensa gratitud y de entusiasmo. Las pequeñas cosas a las que Agustina Pérez les pone el nombre inolvidable de Antonio Gramsci. La cárcel en sus cartas inmortales. Y el resumen de lo que podría ser este libro que les recomiendo sin excusas: «Como nunca he calculado mucho el valor de la existencia, cada pequeña cosa ya me parece muy importante, me parece algo que logro robar al destino». Palabra de Gramsci. La mía aquí está escrita. La suya, la de ustedes, está en su tejado. En el de ustedes digo. En el de ustedes.

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