La gente de bien

Tres en uno: la maravillosa oferta en un libro que reúne, entre muchos otros nombres, a Montaigne y Aristóteles en sus respectivos trazados de la amistad: el reconocimiento del otro y la reunión en estrecha camaradería de la gente de bien

La gente de bien

La gente de bien

Alfons Cervera

Alfons Cervera

El encuentro tuvo lugar en Cartagena. Una conferencia sobre Montaigne. El orador: Francisco Jarauta, catedrático de filosofía. Entre el público, dos oyentes atentos a las disertaciones del conferenciante, profesores igualmente más o menos de la misma materia en distintas universidades: Javier de Lucas y Sami Naïr. Los presento así, levemente, con apenas música de bombo y de platillos. De esa reunión saldría una propuesta: escribir un libro sobre la amistad. Ahí es nada. Y se ponen a la faena. Una condición: el hilo conductor sería la literatura en sus más diversas acepciones. En un poema, escribe Ursula K. Le Guin: «… los hombres de negocios / dicen números, no nombres». Acogidos a esa máxima, los tres escribirán una lista propia -en principio no necesariamente compartida- de nombres y de títulos. Y se lanzan a esa tierra de nadie que es toda escritura.

No resulta fácil urdir alguna estrategia para que la cosa no quede deshilachada, llena de cicatrices que no sean las propias de una certeza que comparten -o seo creo- los autores: sin conflicto, no hay escritura que valga. Y es aquí donde la solución encontrada -esa estrategia- alcanza la primera victoria: quién está al otro lado del relato. Eso del interlocutor que trataron Roland Barthes y en un pequeño libro espléndido también Carmen Martín Gaite. Crece el yo lector al nivel que exige el yo de la autoría. Y lo hacen -como se repite en los textos del trío que escribe- desde el «je est un autre» de Rimbaud y antes en aquel «parce que c’était lui, parce que c’était moi» de su admirado Montaigne.

La selección del material es fundamental para que no yerre, ese material, en la construcción de puentes entre la escritura y la lectura. Y para nada yerra. Si Francisco Jarauta empieza con Moby Dick, El corazón de las tinieblas y las novelas de Julio Verne, le sigue Javier de Lucas con una alineación en que son figuras destacadas -entre otras, como William Shakespeare- Jonathan Swift, Conrad, Kafka, Orwell y Philip K. Dick. Y para hablar de las afinidades electivas, que en el fondo es toda amistad que se precie, completa Sami Naïr la nómina de amistades peligrosas (si la escritura no es peligrosa, qué demonios es) que ocupa este libro surgido de las entrañas más hondas de lo humano. Llegan aquí los nombres de Simone de Beauvoir (con el añadido de Elizabeth Lacoin, ya convertida en Zaza, y Maurice Merleau-Ponty), Edgar Morin y José Saramago. Adentrarnos en los textos que ocupan La amistad como una de las bellas artes supone, como en las mejores novelas de aventuras (muchas de ellas aparecen en el libro), convertirnos en auténticos protagonistas de unas historias que aunque ya las conociésemos de otras lecturas nos suenan como nuevas, las sentimos como si la música fuera otra y bien distinta, nos vemos como cruzando esa línea de sombra que se ilumina con el ánimo en alto de las lecturas invencibles.

El hilo conductor (al menos, uno de ellos) no podía ser otro que la desigualdad. Ese capitalismo cada vez más volcado en la deshumanización de lo humano. De ahí que las propuestas que ofrece el libro en sus distintos y personales apartados tengan que ver con lo que las junta para plantarle cara a aquella desigualdad. La obligada necesidad de reconocernos en el otro. «Ahab no imita a la ballena, se convierte en Moby Dick», escribe Francisco Jarauta sobre la novela de Melville, y nos deja también una de las versiones más extraordinarias de la ya en sí misma extraordinaria literatura científico-viajera de Julio Verne.

En el lado de Javier de Lucas esa relación (que ya había tratado en un libro sobre el mismo asunto) entre el replicante Roy y el policía Deckard que aparece en Blade Runner, la película de Ridley Scott basada en ¿Sueñan los androides en ovejas eléctricas?, la novela de Philip K. Dick: el reconocimiento de lo humano en la armadura del cyborg. Cómo indaga Sami Naïr en la complejidad y los intercambios de poder que se dan en las afinidades electivas (de Beauvoir, Zaza y Merleau-Ponty) y la manera de abordar la redención como valor en los postulados humanistas de Morin (ese «despertador de conciencias») y Saramago, en cuya vida y obra destaca el autor del texto, con Fernando Gómez Aguilera, amigo y excelente biógrafo del escritor portugués, la relación entre «el compromiso político y la creación literaria, la solidaridad humana y el bello humanismo».

Tres en uno: la maravillosa oferta en un libro que, volviendo al principio de esto que escribo, reúne, entre muchos otros nombres, a Montaigne y Aristóteles en sus respectivos trazados de la amistad: el reconocimiento del otro y la reunión en estrecha camaradería de la gente de bien.

Porque así se traba la amistad: entre la buena gente. Aquella que decía nuestro Antonio Machado para que la otra, esa que camina siempre en pie de guerra, no lleve la voz cantante. Corren buenos tiempos para la lírica de un neoliberalismo que no deja títere con cabeza. Bueno, claro que deja títeres con el cuello intacto, faltaría más.

El de quienes nunca se ponen en el lugar del otro si no es para machacarlo. Por eso hay libros como el que les acabo de contar que hacen lo imposible para que reconocernos en el otro, en lo otro, se demuestre radicalmente imprescindible. Buenos frutos salieron de aquella reunión en Cartagena de tres amigos que decidieron escribir sobre la amistad, esa cosa tan rara en tiempos tomados por la cólera. Y no precisamente la de Aquiles. No la de Aquiles, precisamente…  

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