Fernando Delgado

Fernando Delgado

Fernando Delgado / Daniel Tortajada

Carlos Marzal

Carlos Marzal

Me traigo entre manos un Plan de Reorganización Urbana del Universo, mediante el cual intento subsanar algunos defectos importantes en el diseño de la Creación. En dicho PRUU, por ejemplo, algunos individuos estarán exentos de la obligación de morirse. La selección de los elegidos se hará por aclamación popular en algunos casos, y por mi designación directa en ciertas ocasiones. Creo que hay quien no debería morirse nunca, porque obran como benefactores de todos aquellos a quienes conocen.

En mis listas de candidatos, Fernando Delgado habría estado siempre en las primeras posiciones para ser eterno. Su presencia era siempre una garantía de felicidad, porque tenía el don de irradiar cariño con su mera sonrisa, con su simpatía natural, con esa voz de melodiosos graves que amansaba a las fieras, y a la que uno hubiera querido mudarse a vivir, para estar mecido sin descanso por su música canaria. La simpatía es una variedad de la belleza que rinde los corazones, y con Fernando la gente caía desarmada a su pies, preguntándose cómo no había tenido la suerte de conocerlo antes. Fernando decía «Mi niño», y los individuos más empedernidos se derretían como un tiramisú bajo el sol de agosto, y se inscribían con fe ciega en el Partido Delgadista Tinerfeño.

Una de las razones por las que Fernando era Fernando se cifraba en su condición de estupendo poeta. Pocas personas han tenido una idea tan alta de la poesía y han sentido un respeto tan profundo hacia el género. Todas las actividades a las que se entregó en la vida -la radio, la televisión, la prensa escrita, la novela, el ensayo- estaban dirigidas a no desmerecer de su destino de poeta, entendiendo dicho destino como la obligación de perseguir la belleza, la exactitud y la hondura en cualquier trabajo que emprendiese. La poesía, para él, no solo se limitaba al acto de leerla y escribirla, sino a la necesidad de incorporarla a todos aquellos ámbitos en donde parece no hallarse, pero en los que acabamos por encontrarla si sabemos mirar de manera conveniente. En cierta ocasión, hace muchos años, comiendo con él y Paco Brines en un restaurante de la Malvarrosa, en Valencia, cuando ya era uno de los personajes públicos más famosos de España, le trajeron un libro de firmas para dejase la suya entre sus páginas. Accedió encantado, pero antes les hizo saber a los dueños que primero debían firmar sus dos amigos poetas. Era, claro está, una muestra más de su generosidad, pero, sobre todo, un pequeño tributo hacia la misma poesía.

Fernando ha sido la criatura más solar que he conocido; nadie disfrutaba más del placer de la playa que él: «la felicidad más democrática que existe», solía decir. El mundo, sin su presencia, es un poco más gris, más feo, más frío.

En mi Plan de Reorganización Urbana del Universo, contemplo la posibilidad no muy lejana de resucitarlo.