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EL PRESENTADOR DE NOVELAS

EL PRESENTADOR DE NOVELAS

Comencemos, por una vez, diciendo la verdad: si hoy escribir y publicar novelas está al alcance de cualquiera, presentarlas supone una actividad intelectual muchísimo más ardua. Mientras el autor, eligiendo el camino fácil, simplemente ha tenido que dedicar tiempo a sus manías, lo cual solo exige ideas fijas y un nulo sentido de la autocrítica, el presentador de novelas se ve obligado a desplegar habilidades múltiples, a menudo extenuantes y contradictorias. No solo ha de buscar agónicamente el lado bueno de la estrafalaria historia que le han endosado para hacer quedar bien al autor, sino que su exposición ha de resultar impecable ante un público escaso pero correoso que, al ser siempre el mismo en todas las presentaciones literarias, espera cierta originalidad no del autor, a quien nadie va a leer, sino del presentador, sobre el que recae el esfuerzo real de entretener, de formar, de innovar.

De la literatura nadie espera sorpresas. En cambio, la presentación ritual de novelas se encuentra sometida a una constante demanda de mejoras que exigen un estilo propio y un despliegue de recursos solo al alcance de los auténticos creadores.

Si hubo un tiempo en que el presentador, entonces simple apéndice o satélite del novelista, podía dar bombo a un libro leído por encima proclamando con énfasis, tras una pausa significativa, que era «una metáfora de la vida» y el autor «una voz ya imprescindible en nuestras letras» con un «fascinante universo propio», nadie ignora que hoy la repetición de esa vieja treta provocaría en el público un desprecio similar al que el presentador siente por el autor. Todas las exigencias prácticas, sociales y artísticas recaen en el presentador, quien, al finalizar el acto de marras, debe servir además de muleta al autor en sus forcejeos por colocar unos pocos ejemplares de su obra a parientes, amigos, gentes sencillas o desorientadas a quienes rodea con una mirada entre suplicante y predatoria.

Desde hace mucho la aspiración de un novelista no es vender novelas sino presentarlas el mayor número de veces en toda clase de foros y plazas a fin de que, tras las preceptivas entrevistas en los medios de comunicación, eleve su reputación como «representante del mundo de la cultura». Título este sin un significado preciso que, no obstante, le servirá de estímulo para producir nuevas novelas que someterá aún a más presentaciones que las anteriores ampliando así su radio de influencia cultural.

A partir de cierto número de presentaciones, el autor estará ya en disposición de formar parte en calidad de jurado de los llamados «certámenes de narrativa» o «premios literarios», galardones que también él habrá obtenido previamente en número suficiente según la ley de reparto vigente en el sector. Lo que le permitirá, sin haber sido leído, pero en justa recompensa a su perseverancia, no solo hacerse definitivamente un nombre como elemento cultural reconocible por la comunidad sino la posibilidad de ejercer él mismo como presentador de obras ajenas, tras haberlo aprendido todo de los auténticos profesionales.

Solo así se explica el misterio de que obras de ficción de las que nada se sabe y en teoría destinadas a ser leídas sin intermediarios ni amenazas de spoilers, sean presentadas una y otra vez bajo el reclamo de la participación y la charla-coloquio en centros recreativos públicos y privados, institutos, teatros, colegios mayores, colegios de abogados, casas regionales, bibliotecas municipales, hogares del pensionista, clubes de todo tipo, lugares pintorescos e incluso en librerías, establecimientos estos últimos famosos por su precariedad ergonómica y pavorosa intendencia a la hora de acometer tales lances culturales.

La literatura no la sostienen los autores sino, desde el anonimato, de balde y con el estómago vacío, los presentadores de novelas.

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