son las doce de la mañana en plena pandemia. Mi enjoyada esposa, mis dos perros Suso y Lolón y un servidor, paseando a la vera de un pequeño río.

-«Carinyo, he vist unes camarrotges molt grans ahí baix del riu, què et pareix si n'agarre alguna?». Como diría mi recordado Agustí, le contesté: «a mí me importa tres pitos, haz lo que quieras». Me dejó a Lolón y saltó hacia abajo como una gata montesa, le encantan las camarrotges.

Cuando subía de nuevo al caminal con su fardito entre sus delicadas manos, apareció de la nada un Patrol verde manzana de la Benemérita. Frenó en seco y uno de los jóvenes guardias, sin los preceptivos buenos días, nos espetó: «a ver... ¿qué hacen ustedes aquí? Mi enjoyada esposa respondió asustada: «Paseando a los perros y de paso cogiendo unas camarrotges, pero si está prohibido las vuelvo a dejar en su sitio». No hace falta, ¡quédenselas! pero ¡identifíquense! Le dije que vivíamos a cien metros y por eso no llevábamos la documentación. Ni caso.

Le voceé los nombres y los números de nuestros DNI y le pregunté con empatía si era necesaria también la tarjeta sanitaria de los perros. Él seguía sin sonreír, más serio que una puerta. Puso en marcha el identificador automático y autorizó nuestra vuelta a casa. Estábamos limpios de polvo y paja, pero cuando nos disponíamos a irnos, el agente llama a mi enjoyada esposa y le dice: «señora, usted espere un momento que tengo algo que preguntarle». «¿Dígame?, le contestó ella preocupada. ¿Por casualidad, ha vendido joyas en los últimos meses? Muy temblorosa le dijo que sí. Yo me quedé totalmente descolocado. Con esa inoportuna pregunta, el guardia hizo saltar por los aires el derecho a la protección de datos que tenemos todos los españoles, y más, delante de su compañero. Si hubieran sido robadas, cosa que dudo, pero sin poner la mano en el fuego, mí enjoyada esposa tendría que haber sido esposada, valga la redundancia, detenida y llevada al cuartelillo más cercano. O sobra la pregunta o el cuento chino de la protección de datos.

Una vez más la tan necesaria empatía brillando por su ausencia. Aún estamos esperando de los agentes unos «buenos días» antes de pronunciar la cansina palabra «caballero».

Es una pena ponerme ahora a cuestionar a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. En general no se lo merecen pero siempre hay alguno o alguna que necesitan un reciclaje educativo de primer orden. Sobre todo los que no ejercen la empatía, esa bonita palabra que todo ser humano tendría que asimilar, en especial los funcionarios públicos, que, se supone, deben estar al servicio de los ciudadanos de buena fe. A los malhechores ni agua.

No es de recibo ir a las administraciones locales, autonómicas y estatales y que te traten, salvo honrosas excepciones, como un contagiado. Si les llamas por teléfono, no te lo cogen aunque lo hagas mil veces, ahí también incluyo a los bancos. Cuando crees haberlo conseguido, te sale una pesada voz metálica que lo único que consigue es liarla todavía más. Beniopa con su ambulatorio es la muestra más palpable.

Si acudes en persona a una oficina y te atrapa el «manguito» o la «manguita» de turno olvídate del arroz al horno, se te quema seguro. No sé si están amargados o les gusta amargar. Con lo fácil que sería un «¿en qué le puedo ayudar?, ¿qué necesita?, un momento que le atiendo en seguida», incluyendo alguna que otra sonrisa y si puede ser de oreja a oreja mejor que mejor.

Conocí a un funcionario, que en su centro de trabajo tenía a disposición de los que allí acudían café, tila, poleo menta, Nescafé, agua fría y, de vez en cuando, alguna que otra magdalena gentileza de Dulcesol. Para los demás oficinistas, aquel tío era, como diría «Papuchi», raro, raro, raro. Pues no, eso es la empatía, tan necesaria y más aún en estos tiempos tan delicados que nos ha tocado vivir.

Tampoco son empáticas las trifulcas entre algunos policías y algunos ciudadanos. Lo ocurrido hace unos días en la playa de Gandia fue de auténtica traca, y todo por aparcar un poquito mal en una acera, mucho peor. Aquello se trasformó en pocos minutos en un violento y agresivo diálogo para besugos y carnaza para los móviles cotillas. En esa lucha libre entre la policía, padre e hijo sólo faltó el Espíritu Santo. Una vergüenza evitable con un poco más de empatía. Como debió ser evitable publicitar los nombres y apellidos de los mal aparcadores. Aunque quizá la tendencia política de los mismos así lo merecía.

Lo de la pandemia ya no me vale, ha venido para quedarse, y lo de poco personal, tampoco. Si es así que contraten, dinero hay, lo que no hay es vergüenza.

Los ayuntamientos tienen la obligación de exigir para sus ciudadanos un eficiente y empático servicio, sobre todo sanitario, educativo y administrativo.

Lo de depende del Gobierno, depende de la Generalitat o ¿de quién depende? lo dejaremos para el malogrado Pau Donés.