C uando pienso en el maltrato animal, incluido el racional, me viene a la cabeza una película de los años sesenta: Mondo Cane. Film italiano, rodado con un realismo impactante que daba idea de las prácticas culturales de aquella época. Recogía imágenes impresionantes, con toda crudeza, de lo que era y es capaz el género humano para dar rienda suelta a sus instintos: la poliandria en Nueva Guinea, africanas con grandes platos labiales encajados en sus bocas, el maltrato y muerte a garrotazos de jabalíes, comer perros en Taiwán o un presidente vietnamita autorizando a los soldados americanos a golpear con saña las cabezas rasuradas de los bonzos pacifistas.

Para mí, la más repugnante y repulsiva, fue la primera. Un perro arrastrado del cuello por un canalla a través de un tenebroso pasillo lleno de miserables, con dirección al corredor de la muerte. Allí esperaban decenas de perros hambrientos, ladrando como hienas, para descuartizarlo a dentellada limpia. Menos mal que la imagen se ponía en negro tras arrojarlo a esa jauría. Para el espectador normal, de un gran sufrimiento. Para el psicópata, una delicia.

La intención de los directores italianos fue sorprender e impactar al público occidental. Fue tal su éxito que la nominaron para la Palma de Oro en el festival de Cannes y su tema, More, al Oscar a la mejor canción. Y todo sin dejar de ser una película documental.

No soy el más indicado para dar lecciones de cómo tratar a los animales. De niño acudía a quedadas para ahogar gatos en el río, de lo cual me arrepiento profundamente. Pero últimamente observo con gran satisfacción cómo ha cambiado todo. Los defensores de animales, con sus protectoras y asociaciones, a fuerza de dedicación y trabajo están consiguiendo que el movimiento animalista tenga el lugar que le pertenece en esta sociedad materialista y caprichosa. Excluyo, por charlotesca, a la asociación conocida como «Almas Veganas» con su cacatúa Fanny a la cabeza. La de las gallinas violadas.

La comarca de la Safor, y después de años de lucha, empieza a considerarse como una de las más óptimas en el tratamiento animal de todo tipo. Destaca la atención a los perros y en menor escala también a los gatos. Pero todo se andará… Al finalizar el contrato con la empresa Seproanimal, de Vinaròs, el Ayuntamiento de Gandia adjudicó, en mi opinión con muy buen criterio, el servicio a la protectora local SPAMA.

Parece que ahora las cosas empiezan a funcionar y están todos más tranquilos. Espero el mismo apoyo para otras protectoras también muy necesitadas como ACDA, en el Real (en trámite documental) y Vedama en Oliva.

Sin olvidar a asociaciones como la de Benestar Animal de Bellreguard, de Xeraco, Tavernes y de otras localidades de la comarca. Con ello no acabaríamos con casos tan trágicos como el ocurrido recientemente en un balcón de Bellreguard, pero estas atrocidades se podrían controlar mejor.

Quiero pensar que lo de ese chico pudo ser un trastorno mental transitorio por circunstancias difíciles de entender. Por el bien de los perros, espero que se cure y sea pronto. Lo del ojo por ojo, lo único que aporta es odio y eso no es bueno para nadie. Que se aplique la Ley y, a ser posible, que sea ejemplar. Y un ruego para los ayuntamientos. No pongáis tantas trabas burocráticas para poder constituir protectoras. Tenéis la obligación legal de ayudarles.

Como buen amante de los animales (tengo cuatro: Suso, Lolón, Blaki y Tito) rechazo de plano lo de Bellreguard. Me quedo con las impactantes imágenes del exalcalde de Gandía, don Arturo Torró, el pasado 13 de agosto, abrazado a su perra, Carmeta, que acababa de fallecer. Era imposible no emocionarse con ese acto de amor con su añorada y querida perra. Aunque no lo conozco personalmente, me pareció una buena persona, que es al fin y al cabo lo más importante del ser humano.

No me gustaría acabar con tristeza este medio relato animalista, por lo que vuelvo a «Este Perro Mundo». Dónde sólo una secuencia se salva por inocente pero con bastante carga de profundidad. La del millonario.

Un lujoso yate, fondeado en la bocana del puerto de Catania, en Sicilia. Su propietario, un gordo multimillonario de nombre Don Vicenzo Martinelli se encontraba en la cubierta pescando con su caña india, de las más buscadas de la época. A su lado, el mayordomo, Salvatore, le sostenía un Martini Rosé y un platito de aceitunas verdes de la zona. Tres horas pescando y solo tenía en la cesta un pequeño esparrallón. A punto de zarpar, pasó por delante un pesquero todo destartalado con la cubierta llena hasta los topes de sardinas. Don Vincenzo miró al mayordomo y todo afligido le dijo señalando a la barcaza y a sus sardinas: «¡Salvatore, alcuni così tanti altri cosi poco!» (Unos tanto y otros tan poco...)