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la izquierda rosa

La gran noticia de la semana no ha sido la lentitud de la vacunación, la complicada llegada de los fondos europeos, o el colapso del Canal de Suez. Ni siquiera Díaz Ayuso y su sedicioso madrileñismo cañí, sino Rociíto, Rocío Carrasco, o como se llame o sea conocida ahora quien alcanzó notoriedad pública desde la cuna por ser hija de famosos, dedicándose después a la venta de exclusivas sin que se le conozcan otros méritos o talentos. Rociíto, la señora Carrasco, denunció en un programa de Tele 5 el maltrato al que, presuntamente, se vio sometida durante años por su pareja, un individuo que, por otra parte, ha colaborado regularmente en los programas basura de esa cadena. Subrayamos la palabra «presuntamente» porque nada de lo que venga de la telebasura debería imbuirnos de certezas legales o convicciones morales mientras no nos sintamos en la onda de la Ley de Lynch y sigamos creyendo (lo que ya es casi anacrónico) que la telebasura no debe suplantar simbólicamente a los tribunales ni crear climas de opinión sin caer en la barbarie.

Sin embargo, el despliegue sensacionalista de Tele 5 desató una histeria mediática insólita: la cadena basura no solo batió récords de audiencia, sino que todos los medios nacionales fueron a rebufo de las revelaciones de la señora Carrasco, que se prolongarán en nuevas entregas, en nuevos testimonios inéditos, nuevas excursiones por su martirio personal, antes o después de dar paso a la publicidad.

Si la importancia del espectáculo era indudable aún menos dudas ofrecía para tertulianos, opinadores y expertos como documento de incalculable valor pedagógico. La mayoría creía que serviría para sensibilizar a mucha gente, y ni siquiera la ministra de Igualdad, Irene Montero, siempre dispuesta a abanderar en primer plano las causas más nobles, pudo resistirse a participar en el programa para darle el marchamo de respetabilidad institucional que según ella merecía. Tampoco Errejón pudo evitar elevar el nivel intelectual del docudrama por vía de la fe: «Yo me la creo, me parece un testimonio desgarrador y agradezco su valentía», dijo en referencia a las confesiones de la señora Carrasco. Ese fue el tono general asumido desde cierta izquierda dispuesta a navegar entre el posibilismo y el oportunismo al calor de los datos de audiencia y el enésimo triunfo de la telebasura.

El caso es un síntoma a la española del caos en que hoy, en las sociedades líquidas, se expresan nuestras convicciones y de la crisis de un clima cultural (crisis del Estado, de los partidos, de la política, de las ideologías) que está dando paso a otra cosa todavía sin nombre pero que dicta ya las normas, los formatos, la estética, el pensamiento y las conductas, condiciona las manifestaciones políticas y asigna espacios de poder. En ese incierto panorama, las grandes corporaciones mediáticas detentan un poder impresionante: tienen la fábrica de producir imaginarios, todavía arrastran a las masas, hacen lo que les da la gana y nadie les tose.

Por eso, aún más elocuente que las declaraciones de la ministra Montero y Errejón fue el silencio de quienes, a izquierda y derecha, no se atrevieron a decir (o ni siquiera pensaron) que el melodrama montado por Tele 5 fue infumable; que teatralizar el maltrato a las mujeres en un programa basura es repulsivo; que los privilegios del duopolio televisivo son democráticamente perversos; que la ley se basa en hechos y no en emociones; que la justicia estaba y está al servicio de la presunta damnificada y a ella debería haber acudido la señora Carrasco antes que a un plató; que los famosos, por el simple hecho de serlo, no deben prestarse a representar juicios paralelos, y menos aún si cobran elevadas sumas económicas por hacerlo; que los políticos no deben animarnos a tomar partido por encima de la ley y a confundir la telerrealidad con la realidad; que la presunción de inocencia es un derecho, y que una cadena en la que presuntamente se cometió una violación en un reality no puede ser el vehículo de concienciación de la de la violencia de género.

Pero si algo puede sacarse en limpio de este asunto es que la anterior lista de reparos ya no encaja, o encaja mal, en la mentalidad y nuevos hábitos de los convulsos tiempos que vivimos, en los que el viejo conflicto ético entre fines y medios parece haber sido superado por la consigna general de «tonto el último», y en los que, como decía Umberto Eco, uno de los valores más apreciados socialmente es «ser visto».

Por supuesto, la cuestión no es creer o no creer a la señora Carrasco, un dilema tan peligroso como ridículo, sino plantear de una vez en términos políticos, por razones de higiene pública, la regulación de los contenidos de las televisiones, y en especial de la que lleva treinta años promoviendo modelos sexistas o, como diría la Ministra de Igualdad, «la cosificación de la mujer». Pero entre ser visto y no ser visto, la duda resulta ya ofensiva para la clase política, empezando por esa izquierda rosa que iba a asaltar los cielos y ha acabado de comparsa de la cadena mamachicho.

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