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garzón, el mundo y la carne

Como, pandemia aparte, el mes de julio no ofrece grandes temas (los pirómanos no se ponen a trabajar hasta agosto), todo el mundo se ha lanzado sobre el ministro Alberto Garzón por haber dicho que no deberíamos pasarnos con la carne para hincarle el diente y demostrar que a carnívoros no nos gana nadie. Con esa vocecilla que recuerda a un globo desinflándose, anteayer apareció Miguel Ángel Revilla para leerle la cartilla al ministro: «¡Las hamburguesas sintéticas que se las coma él!». Qué bueno, qué risa, qué fino humor. Este antiguo falangista con un aire a Paco Martínez Soria no quiere que nadie nos diga qué tenemos que comer, pero se ha pasado media vida dando la brasa con las anchoas de Cantabria, cosa en la que no ve contradicción porque es un genio.

A Garzón le han dado hasta en el carnet de identidad, lo cual es normal en un país en el que durante meses la carne de viejo ha cotizado por debajo de la carne de matadero. Hasta Pedro Sánchez, oliéndose el percal, salió a la palestra a decir con una sonrisa veraniega antes de que le arrancasen la piel a tiras: «A mí, donde me pongan un chuletón al punto… eso es imbatible», lo que también tiene mucha gracia y provoca una simpatía natural, el pasmo general ante la chispa de nuestros políticos, de izquierdas o derechas, eso da igual mientras no sean comunistas como Garzón o Raffaella Carrà, que últimamente hasta los muertos defraudan. «¡Que se coma una hamburguesa sintética!». «A mí como me pongan…». Otra cosa no, pero agudeza derrochamos. Para que luego digan que el humor de los españoles no es muy allá y que de «Torrente» no pasamos.

Con menos mundanidad y más sensibilidad, siempre fiel al humanismo cristiano de su partido, Pablo Casado le recordó a Garzón las colas del hambre, que hay mucha gente en ellas que no pueden comer carne y que era una vergüenza etcétera. Porque ya sabemos cuánto desea el PP que los pobres se hinchen a filetes, cuantos más mejor, hasta reventar: filetes de ternera, filetes de pollo, filetes de vaca, de todo tipo, a elegir, empanados o con salsas, y con su buena guarnición de patatas, todo regado con un Vega Sicilia y un Cohibas para rematar, porque, a ver, ¿quién le va a decir a los pobres qué deben o no deben fumar, qué deben o no deben beber, qué deben o no deben tal y cual, como muy bien observó Aznar en sus filosóficos años? ¿O es que los pobres no pueden ser libres como en el Madrid de Ayuso y comer de todo? En el Madrid de Ayuso, cuando se hartan de filetes y de vino, a los pobres se les da ostras y champagne, para que no se les atrofie el paladar, luego se les lleva al teatro o a Joy Eslava para que se ventilen y después se les deposita en el Palace, para que duerman como benditos. Y al día siguiente, a repetir, a seguir ingiriendo proteínas. Pronto alguien lanzará la teoría de que el PP se estaba corrompiendo para gastárselo todo en pobres, pero que los social-comunistas les cortaron el rollo y así nos va.

Por último, pero no menos importante, Abascal escribió en Twitter que Garzón «oprime al pueblo», sin aclarar de qué pueblo se trataba, porque en España hay la friolera de ocho mil. Se entiende que Garzón llega al ministerio, coge el teléfono, marca y pregunta, como Gila: «¿Es Cabestrillo del Somonte? Aquí Garzón, el comunista odioso. Que si sienten ustedes ya oprimidos o voy».

De nada le servirá a Garzón recordar que la Organización Mundial de la Salud aconseja lo mismo que él sobre moderar el consumo de carne. En España la ciencia indigna mucho y pasados los tiempos en que había que españolizar Europa, lo que ahora toca es españolizar el mundo, porque a la vista está que somos más listos que el hambre y que ya es hora de que el mundo se entere.

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