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Los faros que nos guían

Los faros que nos guían

Si algo han demostrado las circunstancias que han rodeado la dimisión de Mónica Oltra ha sido una vez más la imposibilidad de que la gente corriente pueda hacerse una idea sobre cuál debe ser el comportamiento de los representantes públicos investigados en un proceso judicial, pues no hay nada más impenetrable que la relación que la clase política española mantiene en tales casos con la idea de responsabilidad, ni ejercicio más inútil que intentar desentrañarla a partir la información que transmiten los medios de comunicación nacionales de más difusión, los más desacreditados de Europa. Sin embargo, son muchos de esos medios los que, en ausencia de reglas de conducta claras, se arrogan la autoridad de sentar cátedra en cada ocasión, en cada imputación.

Los faros que nos guían

Bastaba ver y oír al orfeón mediático habitual reclamando la dimisión de Oltra a voz en cuello para recordar por enésima vez que la «consolidada democracia española» no ha conseguido crear en cuarenta años nada parecido a una cultura de la dimisión bajo supuestos inequívocos. Como demuestra el caso Oltra, la única cultura, por así llamarla, que hoy se impone de manera inequívoca es la de las responsabilidades asimétricas, la del doble rasero, según la cual, la política valenciana debía desaparecer del panorama mientras Díaz Ayuso o Almeida y sus familiares comisionistas podían no solo permanecer en sus cargos como ejemplos de la libre empresa y guías de la libertad, sino, como demostró con el pudor habitual la presidenta madrileña, criticar mientras tanto a la lideresa de Compromís.

En un país en el que millones de personas asumen como una incógnita insoluble la identidad de «M. Rajoy» en los papeles de Bárcenas el estado de opinión se encuentra tan intermediado y corrompido que el destino político de Oltra estaba cantado. Una vez apartada de la circulación, sigue, pues, sin respuesta la proverbial pregunta de cuándo debe dimitir un político español, en el entendimiento de que cumplidos con esfuerzo ímprobo los ritos disciplinarios de rigor, queda zanjada la cuestión. Qué utilidad ha tenido esto para las instituciones y en definitiva para los ciudadanos es algo que, por lo visto, carece de interés.

La historia oficial de la caída de Oltra es la de su imputación en un caso en el que, más allá de los graves cargos que se le atribuyen, no existen pruebas, como señala el propio Ministerio Fiscal, pero los hechos a los que realmente se ha enfrentado han sido bien distintos, y no provocados tanto por su situación procesal como por el clima de vileza que se ha convertido en la verdadera marca España. Como sucede con la corrupción (y como recuerda Joaquim Bosch en su último libro, presentado esta semana en Gandia: La patria en la cartera) no es ese un ambiente creado por una suerte de taras seculares de las que los españoles, por misteriosas razones, no podrían desprenderse, pues ni siquiera nuestra demediada democracia –como la llamó Francisco Fernández Buey- ofrecía potencialmente tan degeneradas perspectivas como única forma de convivencia. El ecosistema mediático-político que ha engullido a Oltra, el mismo que intentó liquidar al gobierno de coalición de Pedro Sánchez a lo largo de la crisis sanitaria, se sostiene en redes de poder a las que nadie ha votado, pero de las que se nutre el pensamiento dominante (nuestra cultura política) y cuya expresión más notoria son los medios de comunicación mayoritarios, concentrados en muy pocas manos y contra los que no parece haber recurso posible.

Entre los lastres políticos de Oltra, la integridad que ha marcado una carrera política brillante pero sostenida solo en los votos de la calle destacaba de manera singular como un considerable factor de riesgo para determinados centros de poder. En un estado en el que buena parte de su clase política y medios de comunicación están sembrados de golfos sin escrúpulos y una corte interminable de remamahuevos tenía perdida la batalla de la opinión, una vez puesta en marcha lo que Umberto Eco llamaba «la máquina del fango», cuya mayor ventaja para quienes la detentan y regulan es que oficialmente no existe. Pero quizás el dato más revelador del caso Oltra sea que nadie de entre las hordas de inquisidores que pedían su cabeza se haya preguntado, (al menos tanto como por su matrimonio) por su hoja de servicios, qué perdían y ganaban los ciudadanos o el sistema con su permanecia en el cargo o con su dimisión hasta que se resolviese su proceso o apareciesen, más allá de los indicios plurales en que se basa la actuación de la fiscalía, pruebas contundentes contra ella. Lo que ha prevalecido y modulado el caso Oltra ha sido el tono exhibido por Fernando Savater en un artículo en el que, tras condenarla sin reservas como si contase con información de la que carecen los tribunales, reprochaba así a la política valenciana que hubiese apelado a razones estéticas para permanecer en el cargo: «Mire, señora, cuando se tiene la pinta que tiene usted y se dan saltitos obscenos en público, no se puede pronunciar la palabra estética sin incurrir en pecado mortal». Ese ha sido el nivel de los discursos contra Oltra: la pinta que tiene usted.

Por último, para comprender la ley del doble rasero, la impunidad con la que se ejecuta y hasta dónde llega (pues también la sufrimos en Gandia), recordemos que la imputación del líder del PP local en el caso Púnica no comportó su cese o dimisión, y precisamente por no haber sido objeto de la doctrina que su partido ha prescrito para Oltra, Víctor Soler, judicialmente exonerado de la causa, puede presentarse como aspirante a alcalde.

Estas son, en resumidas cuentas, las razones por las cuales los partidarios de las costumbres europeas en materia de dimisiones hubiésemos preferido que Oltra siguiese en sus cargos: por una cuestión de equidad política elemental sin la cual la ley de la selva está asegurada, como la siguiente pena de banquillo y el penúltimo lote de sambenitos. Pero no ha sido Oltra la que ha perdido la batalla contra el sistema. Quienes realmente la han perdido han sido los ciudadanos. En ausencia de pruebas, la lógica invitaba a la prudencia y a que prevaleciese la presunción de inocencia. Ahora ya no importa. Ahora, cuando los faros que nos guían vuelven a brillar con fuerza mientras alguien ríe en la oscuridad.

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