Punto y seguido

Manhattan

El emblema del Proyecto Manhattan

El emblema del Proyecto Manhattan / Levante-EMV

OPINIÓN / Enrique Orihuel

Se ha anunciado el próximo estreno de Oppenheimer, una película de Christopher Nolan sobre la brillante, compleja y contradictoria personalidad de Robert Oppenheimer, considerado «el padre de la bomba atómica». Fue el director del laboratorio ubicado en Los Alamos (Nuevo México), una pieza crucial dentro del vasto programa secreto de investigación que se denominó Proyecto Manhattan. La historia de la radiactividad había comenzado en 1896, cuando el francés Henri Bequerel descubrió que las sales de uranio emitían una extraña radiación capaz de ennegrecer placas fotográficas en la oscuridad. Este fenómeno atrajo poderosamente la atención de científicos de todo el mundo.

Recuerdo que a principio de los años setenta del pasado siglo, don José Merí Puig explicaba en el Instituto Ausiàs March las cadenas de desintegración radiactiva del torio, uranio, actinio y neptunio. Escribía en la pizarra las series radiactivas de memoria y sin titubear, detallando en cada etapa las partículas que se emitían. Percibíamos su fascinación ante la radiactividad, ya que había tenido la oportunidad y el honor de colaborar con Frédéric e Irène Joliot-Curie, que descubrieron en 1934 la radiactividad artificial. Poco después, en 1938, Otto Hanhn, Lise Meitner y Otto Frisch consiguieron en 1938 la fisión nuclear. Una conferencia pronunciada en Washington por Hanhn, permitió intuir la posibilidad de desarrollar armas nucleares.

Manna-hata (el nombre indígena de la isla neoyorquina, que significa isla de muchas colinas) le cedió su nombre al programa nuclear. El proyecto fue liderado por el ejército de EE UU con el apoyo de Reino Unido y Canadá, e implicó a científicos de diversos orígenes, principalmente exilados de Alemania, Austria, Hungría e Italia. Paradójicamente su primer logro no se orientó al uso militar. En diciembre de 1942 un equipo encabezado por Enrico Fermi y Leó Szilárd diseñó el primer reactor nuclear de la historia: el Chicago Pile-1, que Fermi describió como «una tosca pila de ladrillos negros y vigas de madera». Esta fue la prueba tangible de la viabilidad de la bomba atómica.

Así comenzó la militarización intensiva de la ciencia: más de 100.000 personas llegaron a trabajar en el proyecto, con unidades de investigación y fábricas en diversas ubicaciones. En paralelo, Alemania y la URSS también perseguían explotar el poder destructor de la fisión nuclear. La justificación moral del proyecto era inicialmente el peligro de que los nazis pudieran producir armas nucleares y, más tarde, que las consiguieran los soviéticos. Analizándolo fríamente, fue preferible que el Proyecto Manhattan se adelantará a los proyectos de nazis y soviéticos, porque es escalofriante imaginar el uso que Hitler o Stalin hubieran podido hacer del armamento nuclear. Sin embargo, no se puede eximir de responsabilidad al mediocre presidente Harry Truman, que ordenó el lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki.

 La inmensa mayoría de los científicos pensaban que el uso de las bombas atómicas debía limitarse a la disuasión o a algún tipo de demostración poco destructiva. Desdichadamente la brutal decisión de Truman fue lanzar la bomba de uranio Little Boy sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 y, tres días después, detonar sobre Nagasaki la bomba de plutonio Fat Man. Se estima que las bombas mataron a más de 250.000 personas en su mayoría civiles, entre las víctimas instantáneas y las provocadas por la radiación.

El armamento nuclear actual tiene una potencia destructora muy superior a los 16 y 21 kilotones del «Pequeño Muchacho» y del «Hombre Gordo». En 1954 Estados Unidos ensayó la bomba de hidrógeno Castle Bravo, unas mil veces más potente que la de Hiroshima. La bola de fuego tenía 7 km de diámetro y dejó un cráter de 70 metros de profundidad; una ciudad como Valencia hubiera quedado desintegrada instantáneamente. Posteriormente la URSS ensayó en 1961 la Tsar Bomba, con una potencia tres veces superior a Castle Bravo.

En el Proyecto Manhattan participaron muchos de los científicos más brillantes de la época. Además de Oppenheimer y Fermi puede citarse a mentes prodigiosas como Hans Bethe, Richard Feynman, James Chadwick, Emilio Segré y Niels Bohr. La física austriaca Lise Meitner, que explicó en términos teóricos la fisión del uranio y a quien injustamente se le negó el Premio Nobel, rechazó participar en el Proyecto Manhattan: «Yo nunca tendré que ver con una bomba».

Veinte días antes de Hiroshima se ensayó una bomba de plutonio en el desierto de Alamogordo (Nuevo Mexico); mientras se formaba la nube en forma de hongo, Oppenheimer citó un versículo del texto sagrado hinduista Bhagavad-gita: «Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos».

El Proyecto Manhattan fue un éxito científico que penetró en el fascinante mundo del núcleo atómico, pero también se adentró en el «corazón de las tinieblas». Cuando el conocimiento no va acompañado de la sabiduría, el resultado puede conducir a la destrucción de la humanidad.