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Cuando la élite busca dejar atrás crisis que ella crea

Cuando la élite busca dejar atrás crisis que ella crea

Davos es el sitio donde el poder se pone frente al espejo para venerar su retrato y dejarse ver. Desde hace cincuenta años todos los finales de enero las élites económicas y políticas que conducen el mundo celebran su concilio en la localidad más alta de los Alpes suizos. Abonados a los baños de contraste entre el frío del termómetro (diez grados bajo cero de media) y el calor de la dialéctica, cerca de 3.000 participantes debaten los enunciados más chillones de la agenda internacional, verbalizan los grandes retos de la economía global y buscan las respuestas para cada uno de esos desafíos. Empresarios multimillonarios, directivos de grandes empresas, jefes de Estado, políticos y otros perfiles variables pero siempre con cara de éxito «comprometidos a mejorar el estado del mundo».

Aunque siempre he considerado excesiva la adicción mediática a la cumbre de Davos, cinco décadas de networking dan para mucho y han dejado fotografías históricas, como la que unió al último primer ministro de la Alemania del Este ( Hans Modrow) y al canciller de la Alemania Occidental ( Helmut Kohl) dos meses después de la caída del Muro de Berlín o la que dio fe del primer encuentro entre Nelson Mandela y el entonces presidente de Sudáfrica Frederik de Klerk fuera de su país.

Aun así, Davos siempre ha tenido multitud de críticos, tanto entre los anticapitalistas convencidos de toda la vida como entre aquellos opositores que se mueren de envidia por su falta de pertenencia al club y califican a los participantes como una pandilla de ricos que se limitan a hablar de sus cosas entre sorbos del mejor champagne. A ellos se une una tercera corriente, entre la que me encuentro, la de los escépticos, que creen que este foro, indudablemente venido a menos, perdió toda su credibilidad por la gran recesión de 2008. Los rutilantes banqueros de Wall Street, que con su ambición desmedida, su imprudencia y su falta de escrúpulos derribaron los cimientos económicos contemporáneos, asistían a Davos e ignoraban las advertencias que en 2007 les lanzaban allí mismo agoreros como Nouriel Roubini, contrarios a la utilización por parte de los bancos de complejas estructuras financieras (como los derivados) con el fin de lograr dinero. Roubini fue duramente rebatido por Thomas Russo, consejero de Lehman Brothers, que se vanagloriaba de que el riesgo estaba entonces en otros sectores, fuera de las entidades financieras, más que nunca antes en la historia. No hace falta extenderse mucho para recordar lo equivocado que estaba Russo, un año antes de que la caída de Lehman Brothers -ejemplo de libro de las malas prácticas de los bancos de inversión- precipitara la gran crisis.

Confiar en que, con reuniones como las celebradas durante esta semana, las élites económicas y políticas van a encontrar soluciones a problemas que ellas mismas crean requiere estar dotado de una ingenuidad infantil que yo perdí hace demasiado. Si ninguno de los grandes gurús hicieron nada para combatir sus propias prácticas hace más de una década, ¿por qué van a actuar ahora para resolver dificultades como la desigualdad social, la pobreza, el cambio climático o la soledad, entre otras muchas, en las que ellos también tienen su parte de culpa? Permítame que lo dude. Será que soy escéptica.

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