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Una deuda andante

En el mundo, nadie quiere deber nada a nadie: sobre todo en el mundo de la literatura. Todos aspiran a creer que lo poco o mucho que han logrado se debe sólo a su ingenio, a su inteligencia talentosa, a su propia suerte. La gente no quiere deber nada a nadie, para que no se lo reclamen el día menos pensado, pero sobre todo porque carece de memoria crítica y de vergüenza torera, que es la más ética de las vergüenzas, la que empeña la palabra dada, la que procura ser agradecida para con los demás, la que nunca olvida los caminos de cabras por los que se ha tenido que transitar hasta llegar hasta aquí.

El caso es que yo soy una deuda andante, una encarnación celtibérica de las mil y una deudas. Soy un irrefutable endeudado biológico. Soy un orgulloso endeudado cultural. Soy un satisfecho endeudado biográfico. Soy un tristísimo endeudado bancario. Aunque me llame Carlos, mi nombre es Deuda, por decirlo con una fórmula de aromas épicos.

Siempre me ha parecido una buena idea la que tuvieron mis padres al traerme al mundo. No debo estar bien acabado desde el punto de vista psicoanalítico, me debe faltar el último hervor freudiano, porque nunca he sentido la necesidad de perdonar a mis padres por arrojarme al tiempo. Al contrario, todas las mañanas los felicito imaginariamente, y después me felicito yo en persona, con efusividad, por seguir un día más en la tierra haciendo lo que más me gusta, que es no hacer nada en concreto y hacer muchas cosas en general.

Qué suerte que hemos tenido algunos de nacer en español, y poder vivir en esta extraña música tan armoniosa y a la vez tan áspera, y que me figuro como un latín dulcificado, como un latín hablado por individuos sentimentales a su pesar, un latín en su justa medida melódica, ni demasiado cantarín (como resulta el italiano), ni demasiado melindroso (como suena el portugués, por lo común). Es un placer haber venido hasta esta esquina de la realidad, después de que tantos y tantos escritores hicieran con la lengua sus experimentos, sus travesuras, sus caprichos, sus majaderías, sus genialidades. Hablar en español es hablar siempre con un stradivarius.

Tengo ensayado el discurso de agradecimiento que tendremos que dar a los postres, durante la comida de recepción en el Cielo de los Justos (porque no sé ustedes, pero a mi no me apetecen nada las regiones del Infierno, por más que los poetas se empeñen en prestigiarlas). Quiero dar las gracias a papá y a mamá, y al abu Cervantes, y al abu Quevedo, y a todos los grandes abus que me han hecho pasarlo tan bien, y quiero dar las gracias también a los músicos en la figura de tito Wolfgang Amadeus, y a mis amigotes Zutanito y Menganito, y a mi señora esposa, que siempre me riñe con conocimiento de causa, y a mis hijos, que espero dilapiden, en herencia, todas mis excepcionales deudas internas, después de haber pagado con devoción todas mis deudas contraídas con las entidades bancarias, de cuyo nombre ya sabéis el resto.

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