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Impudores e impudicias

La moda, en su acepción más corriente, constituye un fenómeno visual: vemos que los escaparates de las tiendas repiten ciertos colores, ciertas formas, ciertos tejidos, y que, más tarde, la gente se viste -nos vestimos- con ciertos tejidos, ciertas formas, ciertos colores. La moda, que es uno de los asuntos más viejos que ha engendrado el hombre, es la repetición satisfecha de un comportamiento, hasta convertirlo en un hábito.

Las modas literarias son de naturaleza intelectual, porque la literatura es un ejercicio de la inteligencia; pero yo las detecto con la nariz. Las modas literarias se propagan por el aire. Algunos escritores se asoman al balcón de su casa, olfatean la tarde, huelen los efluvios literarios que flotan por su ciudad natal y deciden apuntarse a lo que, según ellos, requiere el presente.

Como digo, mi forma de detectar las modas literarias también es olfativa. Me suelo acercar los suplementos literarios que compro, antes de leerlos, a la nariz, y me voy informando de lo que se cuece, porque lo que se cuece siempre deja en el aire un rastro de su aroma. Cuando estoy a punto de empezar una novela, o un ensayo, o un libro de poemas, los someto siempre a la prueba sensorial, ese truco privado de perfumista pobre. El caso es que no me ha fallado en la vida, y, si ha fallado, no me he dado cuenta, y he vivido feliz, contento con mi sistema de -llamémoslo así- estilística más o menos culinaria.

En los últimos años, mi nariz detecta una moda insistente -como todas las modas: que son una insistencia pagada de serlo. La he llamado «el efluvio nórdico», también conocido como el «síndrome Karl Ove Knausgard», por el autor de Mi lucha, esa autobiografía novelada que al parecer ha trastornado a los críticos literarios más conspicuos del mundo anglosajón.

Empujado por un amigo entusiasta -entusiasta del escritor noruego, entusiasta de las recomendaciones lectoras, entusiasta del entusiasmo-, leí el primer volumen de Mi lucha. Confieso que me aburrió pronto. Aunque encontré reflexiones interesantes en la narración, le olí pronto la fórmula: el relato impudoroso de la intimidad, y el intento de extraer experiencia meditativa de dicho relato. Hay que tragar mucha anécdota insustancial hasta encontrar algo de sustancia. Por lo demás, es simple literatura autobiográfica de toda la vida, adornada con la etiqueta posmoderna de llamarla autoficción.

Pero lo cierto es que el impudor se ha convertido en moda. Los epígonos olfateadores se han lanzado a airear los trapos de familia. ¿Quién no se ha divorciado alguna vez y podría contarnos pequeñas epopeyas matrimoniales? ¿A quién no se le ha muerto un padre, o una madre, o los dos, y siente que ha desaprovechado la ocasión terrestre de decirles algo importante? ¿Quién no es, o no ha sido, o no será, un padre poco edificante para con sus hijos? Nadie arroja la primera piedra, porque casi todo el mundo aspira ahora a contar sus pecadillos domésticos.

La moda del impudor pasará, pero no el impudor de someterse a una moda cualquiera. Y quedará lo que queda siempre, después de las modas, lo que el talento de los mejores escritores han sabido hacer con ellas.

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