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Almanaques y Calendarios

Somos los más débiles animalitos temporales: criaturas que viven en el tiempo, como todo, pero siendo conscientes de que el tiempo existe. Más que en el propio tiempo,- que sólo ha adquirido importancia, porque le hemos puesto nombre-, el problema reside en nosotros mismos. Las cosas no se estropean hasta que las nombramos y empezamos a hablar y escribir sobre ellas. El primer individuo que se quejó se convirtió a la vez en el primer filósofo, y también en el primer causante de catástrofes.

El célebre Empédocles afirmó en una sentencia memorable, mitad poema de vanguardia, mitad aforismo panteísta, que había sido con anterioridad muchacho y muchacha, arbusto, pájaro y pez habitante del mar. No dudo de que la experiencia le debió resultar magnífica y enriquecedora, pero sólo por el hecho de que, después de pasar por todo ese bachillerato de la experiencia, se convirtió en Empédocles y pudo acuñar su famosa frase. De haber perseverado en el estado arbustivo, o en la condición ornitológica o piscícola, hoy no sabríamos nada de sus aventuras por los reinos del ser. Esos son los privilegios -y las servidumbres- de la consciencia.

A mí también me habría gustado ser todas esas cosas, y piedra de pirámide, y sábana de reina, y caballo de Troya, y espada vikinga, y cálamo de monje copista, y lobo siberiano, y la ballena que se tragó Jonás, y suela de la bota del primer astronauta que pisó la luna, para saber que ese paso era más que un pequeño paso para el hombre y un gran salto para la humanidad. Pero me habría gustado con la condición de ser más tarde yo mismo y poder estar ahora escribiéndolo. Qué le vamos a hacer: me gusta la consciencia, esa suerte de laberinto que se vuelve más complicado a medida que se desentraña.

Por eso me entusiasman los calendarios, los almanaques, que encarnan nuestra necesidad trágica de ser conscientes del tiempo, de no poder escapar a sus límites, sobre todo si creemos que esos límites no existen. Quienes defienden que la dimensión temporal no es más que un destilado supersticioso de la mente humana empiezan por nombrarla; es decir, por creer en ella. Lo que no existe no debería poder nombrarse.

Si a los escritores nos arrebataran el tiempo nos arrebatarían la escritura, y el mundo, y la necesidad de llorar el mundo mediante la escritura. Por eso amamos los almanaques: para tachar los días con una cruz, para arrancar la hoja del lunes, y después la del martes, y después la del miércoles, cada semana, cada mes, año tras año, e ir leyendo en el reverso de cada hoja lo que el azar nos depare, una receta del pollo al chilindrón, o el número de habitantes en los archipiélagos de la Melanesia, o la fase lunar del día que arrancamos, o el nombre en alemán de las glándulas uropígeas de las aves, también conocidas como glándulas del acicalamiento. O una frase de un tal Empédocles en la que asegura algo muy extraño: que había sido antes muchacho y muchacha, y arbusto, y pájaro, y pez habitante del mar.

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