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La trituradora y los mensajes

Mi mujer, como ya he contado alguna vez en estas páginas, me hace de vez en cuando regalos sorprendentes. Yo los acepto encantado y sorprendido, pero no le pregunto nunca la razón de por qué considera que me hacen falta. Entiendo que a través de sus regalos extravagantes me habla el universo de asuntos que no alcanzo a comprender del todo, pero sobre los que ella tiene mucha información. Sus regalos son oráculos domésticos mediante los cuales el mundo me pone al día de mi comportamiento y de cómo debo conducirme entre las cosas. Oráculos de pobre, de españolito que no puede pagarse un viaje a Delfos, para platicar con la pitonisa oficial y que le oriente a uno acerca de su futuro en este valle de lágrimas.

La costumbre de los regalos insospechados y esotéricos llegó a mi vida muy pronto. Mis padres también se comunicaban conmigo mediante esos regalos que me dejaban boquiabierto y caviloso durante semanas, tratando de entender su sentido profundo. De repente, con seis o siete años, me regalaban un paraguas (para protegerme de la lluvia valenciana en los momentos de inclemencia), o un exprimidor eléctrico de naranjas y limones (para poder disfrutar del impagable placer de elaborar mis propios zumos, tan vitamínicos y saludables), o un aparato para agujerear folios (y que así pudiese aprender desde pequeño la noble disciplina del almacenaje de los folios en carpetas de doble agujereado).

Tardé cierto tiempo -unos cuarenta o cuarenta y cinco años- en comprender que aquellos regalos de mi familia no eran extravagantes, porque lo extravagante y milagroso consiste en que alguien nos regale algo, sea lo que sea. De ahí que, aceptada la extravagancia del acto de regalar, desapareciese la consideración de extravagante hacia el objeto regalado. Mis padres tenían sus motivos, más o menos secretos, más o menos evidentes, para hacerme aquellos obsequios, y yo no era quién para pedir explicaciones. Lo que me correspondía era estar agradecido, y reflexionar sobre el mensaje trascendente que las cosas y mis padres trataban de transmitirme. Y así sigo: mi mujer me hace regalos crípticos, y yo me entretengo en desencriptarlos.

El otro día compró por correo una trituradora de papel, para destruir documentos, una de esas máquinas que salen en las películas de espías, y que convierten los folios en confeti spaguetato vertical, en cuanto hay amenaza de que alguien pueda hacerse con documentación comprometedora.

La verdad es que no tengo demasiados papeles que puedan comprometer la estabilidad de nuestro sistema bancario, ni mucha información que, en caso de salir a la luz, haga desaparecer regímenes políticos en Europa y África, por nombrar dos continentes. Mi correspondencia con gente importante no supondrá, cuando se publique, un escándalo mayúsculo, salvo en dos o tres casos. No sé muy bien qué debería triturar con la trituradora. ¿Es una insinuación de mi mujer acerca de las cosas que escribo? ¿Es un mensaje del más allá, a través de la persona interpuesta de mi mujer, para que no diga tonterías?

No lo sé, pero de momento hago como que he entendido el mensaje, y trituro en mi trituradora portátil, con sigilo, los papeles que encuentro por casa, para mantener satisfechos a los dioses.

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