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El verano como ficción literaria

sin artículo de prensa sobre el verano, no hay verano que valga, al menos para mí. Sin haber escrito mi artículo sobre el verano, el verano no puede darse por inaugurado, aunque lo diga el almanaque, aunque lo grite el calor, aunque lo proclamen los turistas, y la Dirección General de Tráfico, por nombrar una institución muy preocupada por lo que hacemos los contribuyentes en verano.

Escribo con fervor todos los veranos mi artículo fervoroso sobre el verano. Entre otras cosas, porque representa un tema inagotable. Hablar sobre el verano, pensar en él, sumergirse en su esencia mediante las palabras es como sumergirse en el amor, pensar en la juventud y hablar sobre la vida: algo que nunca se acaba, porque es más grande y hondo de cuanto un individuo pueda decir.

Defiendo el principio de que el escritor está obligado a escribir acerca de los tópicos, para tratar de añadir una gota de su voz propia a la voz general de la tradición. Desconfío de los poetas que no han cantado a la noche, a la luna, a las rosas, al amor, a la llegada de la primavera, a las nubes que pasan, y al verano. Sospecho de los novelistas que no han escrito alguna historia de iniciación sobre la juventud, y, si son rusos, me escaman los narradores que no incluyen un duelo a muerte entre sus páginas, a ser posible, al borde de un acantilado, en verano.

El verano arquetípico está obligado a poseer ciertos ingredientes, al menos en mi cosmovisión veraniega. Necesita una canción del verano, una de esas canciones que a toda hora repite la radio, una de esas de las que resulta imposible escapar, porque suena en los bares, la cantan los jóvenes, y los adultos, y los perros que en verano dormitan a la sombra de una tapia, una de esas canciones tontas que resume un verano concreto mejor de lo que lo hacen todos los filósofos juntos. Mi verano está obligado a andar descalzo el mayor tiempo posible: algo que supone una manera de estar en el mundo, una ideología radical. Y requiere comer y cenar tardísimo, y trasnochar, y bautismos purificadores de playa y piscina: como los veranos de todos, porque en cuestiones sagradas conviene no hacerse el original y limitarse a lo que ya han sancionado las generaciones precedentes.

Y mi verano necesita, claro está -insisto- la escritura de un artículo de prensa que hable con entusiasmo del verano, porque el verano mismo no representa una estación del año, sino una modalidad verbal, uno de esos benditos tópicos que constituyen lo mejor de la literatura.

Para los escritores, el verano no es un tema sobre el que reflexionar: se trata de una invención artística que la gente común identifica con las vacaciones, con los viajes, con el andar medio desnudos por la calle y con la obligación de exhibir de forma impudorosa un abundante grado de felicidad. Pero lo cierto es que el verano, como casi todo, es un espejismo literario.

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