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Daniel Defoe coronado de miasmas

Daniel Defoe coronado de miasmas

Hay muchas cosas contagiosas: la risa, el bostezo, el sexo (no hay frialdad que pueda con una lengua adiestrada), la literatura, la demencia consensuada y, por supuesto, la peste y el coronavirus. Daniel Defoe -que añadió a su apellido paterno el nobiliario «de»- escribió Robinson Crusoe cuando ya tenia 59 o 60 años, la duda no es por el año de edición, sino por el de nacimiento, como si toda su vida fuera a ser, que lo fue, un continuo percance. En Robinson Crusoe, su obra más famosa, transmite la importancia de la caja de herramientas (la tecnología) y consagra la superioridad de la civilización (Viernes tendrá que atenerse a su manifiesta inferioridad y estar disponible para lo que disponga el señorito) y en la esperanza de que en los parajes más remotos pueda retoñar la sociedad civilizada y el temor de Dios.

La senda del pionero

Robinson Crusoe es la pionera de las novelas de lengua inglesa pero el Tirant llevaba tres siglos rodando por los estantes. No es la única trocha que abrió el hijo de un carnicero y fabricante de velas de sebo (los dos negocios del padre). Sólo podemos conjeturar el motivo por el que Defoe escribió el Diario del año de la peste, un libro reportaje, muy anterior a los de Norman Mailer ( Los ejércitos de la noche) o a los del valenciano Alardo Prats ( Tres días con los endemoniados de la Balma). El Diario recoge y refiere de un tirón como cualquier cuentista, hechos que acontecieron más de medio siglo antes cuando el autor era un niño muy pequeño.

Dios, el diablo y la peste

Defoe estudió en lo que hoy llamaríamos un colegio de curas y tuvo suerte con los profesores: salió instruido, pero no se dejó trasquilar como presbítero. La peste, que eso es lo importante, aún gozaba, en la juventud de Defoe y mucho después del prestigio atroz de una prueba escatológica, de un juicio de Dios. La peste, como toda conmoción particular o universal, plantea un tema muy escolástico: por qué Dios permite el mal. Una pregunta que ha cimentado muchas vocaciones literarias. Quienes confunden el espíritu con un almacén de piezas de recambio, creen que Louis Pasteur, la microbiología, nos lo dio todo hecho, pero la realidad es más sugerente y ondulada: en tiempos de Defoe señalaban a las «partículas gorgónicas», las «miasmas de antimonios» o los insectos que penetran en la piel o se inhalan, como causantes de la peste. No iban tan desencaminados.

En todo caso, Defoe siempre ve moralidad, señal divina en cada fase o peripecia de la plaga y parece que no fue por intención satírica por lo que convirtió al Diablo en personaje de una de sus obras. El narrador del Diario no deja de recibir «intimaciones», confidencias en clave fideísta, del buen Dios. El Diario tiene un propósito de utilidad pública: «por si nos veíamos amenazados por el mismo peligro». Y el género se vendía bien.

Todas las lecciones del fracaso

Tal vez Defoe se propuso o sólo soñó ser un novelista que vive de su público. El escritor burgués estaba un poco verde a aquellas alturas y Defoe escribió todos los libros más reconocidos en la ancianidad. Previamente había tenido que fracasar en los más diversos negocios pese a haber recibido de su mujer una importante dote. Pero se escribía encima. Redactaba un periódico entero, espiaba para los tories cuando parecía que trabajaba para los whig (o al revés), fue agente de Londres para convencer a los obstinados escoceses de las ventajas de la Unión (y en otro libro, una guía de viajes por su isla mayor, reconoce, honrosamente, que no ha sido así) y agoniza oculto para que no le pillen aquellos a quienes ha sableado. (Las vidas ejemplares van en otra colección).

Creo que el mismo Defoe era contagioso. No hubo género, panfleto, composición o formato que no le tentase incluido el relato de las andanzas del capitán Singleton que abandona un vida de crímenes y piratería por amor. Sólo que ese amor es por un señor con toda la barba y hay que hacer ciertas componendas: un casamiento de fachada y vestirse de griegos (sic), que ya se sabe como son.

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