En Llisa Negra, Quique Dacosta ha inventado una forma nueva de enfrentarse a la cocina de mercado. Hasta ahora, el concepto de «restaurante de producto» hacía referencia a una cocina de mercado, franca y directa, donde se dejaba respirar a la materia prima. Intervenir lo menos posible para dejar bien visible la calidad del género, asumiendo que nada podía hacerse para mejorarlo. Este axioma no sólo era asumido por este tipo de restaurantes, también ocurría en los más sofisticados y creativos, que tradicionalmente han huido de los grandes productos ante el miedo de que el comensal pensara que hubieran estado más ricos si el chef no les hubiera metido mano. Aquí cambian las reglas y los parámetros, también la escenografía, alejada de la sobriedad y la austeridad tan común en los asadores.

Desde que te sientas en la mesa, tienes claro de qué va esto. Un pan de aceite acabado en las brasas te obliga a bajar la guardia, advirtiéndote de que éste es un restaurante confortable, donde debes dejarte llevar sin hacerte preguntas ni buscar conceptos. Pero enseguida llega una mantequilla que en realidad es un delicado ajoaceite, texturizado con el agua de cocción de unos garbanzos, para recordarte que al frente de los fogones está un tal Dacosta. Es la tónica de la carta. Producto, puro y duro, visto desde una perspectiva diferente. Pides un carabinero, y te llega el mejor que se haya podido vender ese día en la lonja, abierto en canal, pasado levemente por las brasas y tocado (solo en la cabeza) con una emulsión de erizos que la hace más sabrosa. Pides unas espardenyas y te las presentan asadas en la robata (parrilla japonesa) dejadas caer sobre unas pochas frescas cocidas en un jugo de almejas.

Con el marisco, Quique da un paso al lado. Ahí no hay juegos: gamba hervida en agua de mar, cigala de tronco abierta y asada a la parrilla, quisquillas asadas en sal gorda... Sin embargo, la raya te llega marinada en un adobo y asada en el josper. El adobo es potente (tal vez demasiado) pero deja una raya extremadamente tierna. Como todos los pescados, se sirve sin guarnición ni salsa, porque la casa prefiere que el cliente la pida aparte de entre una lista de sugerencias: pimientos del piquillo, puré de patata ratté a la mantequilla, chimichurri de pistachos y guindilla, emulsión de pericana.

La paella tiene sitio en la carta, pero no un protagonismo especial. Esto no es una arrocería. De los casi sesenta platos que tiene la carta, sólo cuatro son arroces. Están muy buenos, pero sería una estupidez desperdiciar todo lo que ofrece Llisa Negra para centrarnos sólo en la anécdota de que un chef con tres estrellas michelin se atreva a hacer una paella.

Aún así, para quienes busquen el morbo de saber si la casa da o no la talla, les anuncio que sí, que está muy buena. Aciertan de manera milimétrica en el punto del arroz (perfectamente cocinado hasta el centro del grano sin perder un ápice su estructura), dejan la carne jugosa y apetecible y la verdura un punto al dente. Eso sí, conviene dejarla reposar unos minutos porque cocinan con bomba y a esa variedad unos minutos de descanso le ayuda a potenciar el sabor. Lo que hace Quique con el arroz, sacándolo del típico restaurante tradicional y poniéndolo en la carta a la altura de las angulas, la langosta o el caviar, es situar en el mismo nivel de excelencia al lujo y la tradición. Al fin y al cabo, este es el mensaje de Llisa Negra: producto y creatividad dándose la mano para entender que todas las cocinas tienen el mismo propósito, tan banal como necesario. Regalarnos unas horas de esa felicidad que nos merecemos.