La presencia del chile en México es milenaria. De sobras es conocido que era ingrediente común en las culturas precolombinas y que además era utilizado como medicina en numerosas ocasiones. En Teotihuacán o Monte Albán se han encontrado importantes vestigios del uso del chile por sus moradores y se sabe, con certeza, de los beneficios de la tríada alimenticia: maíz, frijol y chile. Todos ellos elementos fundamentales de la gastronomía mexicana. Pero más allá de su historia, el chile es, sin lugar a dudas, el elemento que mejor simboliza al mexicano: ardor, bravura y sabor. Y así es, México es un país picante y muy sabroso. Es lógico, pues, que el chile haya alcanzado la categoría de emblema nacional.

Para poder degustar el chile en toda su amplitud se requiere de un duro entrenamiento desde la más tierna niñez. Los que no han sido criados en esa cultura, salvo contadísimas excepciones, sudarán y sufrirán, en algún momento, la famosa «Venganza de Moctezuma». En las piñatas mexicanas (sinónimo de cumpleaños) los niños degustan todo tipo de dulces absolutamente incomestibles para los paladares de los infantes de otras latitudes. Proliferan los dulces de tamarindo, la fruta deshidratada con chile, las papas de bolsa picosonas, todo tipo de chilitos o las palomitas sazonadas con salsas picantes. El picante está presente casi desde la cuna. De las famosas gominolas dulces españolas no hay ni rastro. El neófito en la materia se queda patitieso. El niño va adaptándose a sabores fuertes que van más allá de la dicotomía tradicional dulce/salado y se abre, poco a poco, a un nuevo universo de sabor. Pero la gastronomía mexicana no se reduce al picante. Introduce gustos poco apreciados por otras gastronomías como los ácidos o incluso lo amargo, y consigue que resulten exquisitos al paladar.

Los moles mexicanos, deliciosa salsa típica que acompaña a las carnes con infinitos ingredientes, entre ellos el chocolate, son picantes. Los famosos tacos siempre van acompañadas de salsas picantes, roja o verde, con toques de cítricos. Las enchiladas, los chilaquiles, los tamales, el pescado, las bebidas, las botanas o la fruta... todo va aderezado con picante o limón amargo. Mucho maíz en forma de tortilla, mucho frijol y mucho picante. Y a medida que te adentras en el universo del picante, de lo ácido y de lo amargo, te das cuenta de que los platos cobran nueva vida.

Y es que de chiles hay decenas. Solo en México crecen unas sesenta variedades: amarillo, blanco, de árbol, bolita, chawa, habanero, jalapeño, piquín, poblano€ Y muchísimos más€ Cada uno con un sabor diferente y una función diferente en la gastronomía. Y con todos esos chiles se hacen todo tipo de salsas. Parece ser que el chile es originario de los países andinos y que fueron los pájaros quienes diseminaron las semillas por el continente americano y Caribe. La aportación española fue la de su exportación a Europa y de ahí a otras gastronomías del mundo que también lo usan con frecuencia. Colón creyó llegar a Asia y lo que buscaba era pimienta por lo que cuando se descubrió en La Española se optó por llamarlo pimiento. De hecho no deja de ser un condimento para aderezar la comida como sucede con la pimienta. De ahí que pimiento sea el término popular en España aunque los nuestros, salvo famosas excepciones, no pican. El nombre chile en realidad viene del náhuatl (azteca) y significa, como no podía ser de otro modo, «picante».