El cine, que comparte genes con la propaganda, es un artefacto perverso que se basta con hora y media para convencer al vulgo de lo que haga falta. Déjame caer, drama islandés -por supuesto basado en hechos reales- es otra prueba de que un tecnócrata con una cámara puede resultar tan estomagante como un puritano. O más, porque al menos a este último se le presupone convicción. Magnea, adolescente en Reikiavik, establece una amistad fascinada con Stella, quien la introducirá en el consumo de drogas, primero con intenciones lúdicas pero pronto como uso rutinario, orientando la crónica de una adicción, la pérdida consecuente del amor propio y la enumeración de vejaciones.

Lo peor de Déjame caer es lo que tiene de bueno. Su solidez, su aplomo, su capacidad para la persuasión. Porque esas supuestas virtudes, no más que alharaca técnica, están al servicio de un relato sobre la inconveniencia y el horror de las drogas que se formula, si bien nunca va a reconocerlo, como cine de entraña sensacionalista propio de otra época. Con el agravante, en obediencia a estos tiempos de nadar y guardar la ropa, de prescindir del arrojo que podría haberlo disculpado como subproducto rancio pero desvergonzado.Portadora además de un recado oportunista donde los personajes masculinos son, sin más, depredadores, la película no admite debate y es toda ella sermón sobre las presuntas consecuencias de la juventud.