El sabio que no cambia París por su aldea suele haber cumplido los 50, tener cierta cultura y llevar en la espalda más kilómetros que el baúl de la Piquer. Lo normal en la juventud es querer explorar, salir en busca de cualquier cosa diferente a lo que has visto hasta el momento. En la cocina, esa necesidad de matar al padre es aún más evidente. Ningún chaval recién salido de la escuela quiere hacer unas lentejas. Reinterpretarlas sí, que eso queda muy cool, pero aprender de su madre a darle el punto al arroz no. Por eso me sorprendió tanto el proyecto de Miquel Gilabert. Tiene apenas 30 años y acaba de inaugurar un restaurante que suena a homenaje al terruño.

Miquel estudió cocina y trabajó durante algún tiempo en restaurantes afamados, pero afirma con orgullo que donde más aprendió fue en el bar de sus padres. Allí su madre preparaba tortillas, paellas y escabeches. Allí adquirió Miquel el buen gusto que les falta a esos otros cocineros que aprendieron mucha técnica sin educar antes el paladar. En ese mismo local, aunque totalmente reformado, ha instalado Miquel su restaurante. Un espacio diáfano, luminoso y acogedor con una cocina vista que, de momento, Gilabert comparte con su madre, Josefina Carrió. Miquel se mantiene pegado a ella, como si tuviera miedo de romper ese cordón umbilical por donde le entró el gusto por la cocina. Codo con codo defienden un recetario que llevan impreso en su ADN.

No hay carta, sino dos menús distintos. Uno más breve que acaba en arroz y otro, más extenso, que finaliza en pescados. Me gustó ese menú, pero eché de menos una carta de verdad. Entiendo que con la reducción de mesas que obliga la pandemia el menú fijo es la única manera de poder ofrecer producto fresco al cliente. Pero, a mi modo de ver, la cocina tradicional se disfruta mejor a la antigua usanza. Ese menú está plagado de producto local. No es cocina kilómetro cero, pero casi. Miquel no asume la cercanía como un religión. Busca el producto tan cerca como sea posible, pero si no le gusta lo que ve, comprará sin complejos allá donde la calidad justifique el desplazamiento. Un ejemplo claro es la sobrasada que presenta a la brasa junto con un panal de miel. Compra esa miel a un apicultor de Benigembla, pero se trae la sobrasada de Mallorca. «He probado la de Tárbena y otras de por aquí, pero todas me repiten. Me gusta esta porque es más delicada». Lo mismo le ocurre con las anchoas. Mientras todos los cocineros de postín andan rendidos a las anchoas López, Miquel prefiere traerlas de Getaria en la propia bota. Limpiarlas por la mañana y servirlas pocas horas después. Yo también las prefiero. Tienen más sabor y más chispa.

En el terreno del pescado no hay fisuras. Todo se compra al día en la lonja de Dénia. De allí vino una excelente gamba fresca y también un calamar que debió limpiarse con más cuidado antes de pasarlo por la brasa. Esa parrilla da mucho juego en la cocina. Allí se cocinó un rape que quedó en un punto excelente y un buen arroz que Josefina se curró con ramas de sarmientos. Me gustó mucho esta cocina y auguro un gran éxito a Mare. Pero Miquel debería controlar un poco más los puntos de cocción. No es fácil cuando trabajas con brasas, pero es fundamental. La cocción que le faltó a la gamba le sobró al calamar mientras que la tortilla vaga de rosinyols llegó demasiado cuajada para poder disfrutar de esos huevos camperos. Mare tiene un potencial suficientemente interesante como para que valga la pena afinar en esos detalles.