El fútbol ya se ha escrutado desde todos los prismas posibles, pero sigue explicándose desde su raíz más primitiva. Ayer en el Calderón. Saque de centro del Atlético. Griezmann, Gameiro y Carrasco emprenden una carrera vertical con la cabeza levantada hacia la portería de Alves. Parece la final de los 100 metros lisos. Balonazo arriba, como en rugby, para ser peinado por otro compañero y recogido por alguna de las tres flechas atacantes. Habían pasado 24 segundos y los colchoneros ya habían dispuesto de su primera llegada.

Los proyectos se definen con esos impulsos de actitud. El Atleti, decidido y hambriento, sin tiempo para prolegómenos, con un presente tan insaciable que ni se detiene a saborearlo. Ya se lo recuerda a los suyos el Cholo Simeone, que se mueve en el área técnica como un boxeador ansioso, que se acerca a dos pasos de Gayà cuando subía la banda, tosiéndole en el cogote. Lo recuerda también la hinchada, que repentinamente ruge un «Atleeeti» que parece un aullido, un golpe frío de viento del cercano Manzanares.

Ante esa rabiosa declaración de principios, el Valencia respondía con una posesión ensimismada, con lentos movimientos horizontales, como un limpiaparabrisas desgastado. Los de Voro estuvieron tambaleándose diez minutos hasta perder el equilibrio con el gol de Griezmann, ejecutado con la fórmula más básica. Robo en la medular y toques justos. Para qué más.

La afición rojiblanca exhibía bufandeo y cánticos a varios de sus ídolos. A Torres, en el palco, a Simeone, al «Mono» Burgos, a Griezmann... Con el segundo tanto, tras otra salida pasiva al campo en la segunda mitad, quedaba sellado un partido sin historia.

El Atlético transita alegre por una senda que, curiosamente, abrió a machetazos, entre la maleza, el propio Valencia. Fue el club de Mestalla el que, a principios de este siglo, instauró la receta para ser competitivo, e incluso campeón, en una liga en la que Real Madrid y Barcelona fichaban a Zidane y Ronaldinho. Un bloque compacto, sin fisuras tácticas y compensado en juventud, veteranía, calidad y gasto financiero. El Valencia, cuando tocó los títulos, cayó en los delirios de grandeza. Tomó el camino equivocado. El Atleti, también el Sevilla, no han renunciado a pesar de engrosar también sus vitrinas. Son distintas «Maneras de vivir», la canción de Rosendo con la que la megafonía despidió a los equipos tras el pitido final.

Los valencianistas evidenciaron ayer un síntoma preocupante. El deber de supervivencia había bajado los objetivos a escapar del descenso. Espantado el pánico, la exigencia interna no se ha elevado, como si con 13 partidos todavía por delante se saciara el apetito de un escudo como el blanquinegro.

Buena pregunta

Pocos estímulos recibieron los dos centenares de aficionados del Valencia que contemplaron la fácil claudicación de sus jugadores desde uno de los gallineros del estadio. El único consuelo lo recibió Mario Suárez, saludado a gritos de «Supermario» cuando salió a calentar. Qué despedida tan desapasionada del Valencia de un campo en el que ha vivido emociones tan fuertes. Cayó el tercero y la grada se divirtió cantando «¡¿Y Peter Lim?!». Buena pregunta. El antiguo Pupas, con su nueva casa, dejará de tener su estadio en la Calle de la Melancolía. Ayer se la traspasó al Valencia.