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Este estudio sobre la historia arquitectónica del Palacio del Real de Valencia concluye que «la demolición del palacio se realizó bajo la excusa de que se quería evitar que los franceses se hicieran fuertes en él y tomaran posición de ventaja, dada su ubicación, en el ataque a la ciudad. Pero lo cierto es que esto no se fundamenta tan claramente si se conoce que el palacio había sufrido ya varios ataques anteriores a la demolición de 1810, sin que los franceses se hubieran posicionado en él».

De hecho, tras el saqueo del palacio acometido por los franceses entre el 4 y el 9 de marzo, a mediados de ese mismo mes empezó la demolición. Cuenta el ensayo que «fue una demolición lenta y perfectamente dirigida con el propósito de aprovechar y vender todos los materiales de derribo, realizada entre marzo y noviembre de 1810».

Así, los largos meses de la demolición facilitaron el aprovechamiento de los materiales y su disposición para la venta en grandes lotes. «Las listas de los efectos vendidos son interminables: ladrillos, sillares, maderas de todas clases, pero también cristales, balcones, tejas, azulejos, puertas, ventanas, faroles, etc.». Entre los compradores figuran nobles como los marqueses de Mascarell, de San José, de Dos Aguas, de Jura Real o de la Romana; miembros del clero como los padres Escolapios, el convento de Santo Domingo y la parroquia de San Andrés; y también arquitectos, carpinteros y maestros de obras como Cristóbal Sales, Manuel Fornés y Francisco Pechuán.

A juicio de la profesora Gómez-Ferrer, la demolición del Real constituyó «una clara operación económica que reportó cuantiosos beneficios». También recoge documentos de la época en los que se cuestiona aquella decisión adoptada por José Caro, comandante general de la provincia de Valencia. En una carta de 1814, el exdecano del Colegio de Abogados Vicente Martínez atribuye que se permitiera la demolición a las calamidades de la guerra, la permanencia del enemigo en la capital por espacio de año y medio o la amarga ausencia de la real persona del rey. Al final, escribe la profesora, el palacio sucumbió ante «la fiebre especuladora» disfrzada bajo «el amparo de los días de turbación causados por la guerra».