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opinión

De tragedias, el metro y el abuso de poder

Tiene la muerte una imprevisibilidad que supera de mucho la capacidad de entendimiento del ser humano. El porqué, el quien, el porqué ahora -como si hubieran «mejores momentos» para morirse o perder a alguien- son interrogantes que desafían el mecanismo del control mental y que estallan como bombas de racimo cargadas de dolor en el mismo instante en que muere repentinamente alguien al que amas. A veces, nos permitimos sentir el dolor, y otras muchas, preferimos acallarlo. En ocasiones, hacemos caso omiso de los tiempos de vértigo que nos da la sociedad para superar tragedias (unos pocos días y para adelante) y nos permitimos sentir, durante el tiempo que cada uno requiere, esa pena que se nos ha adherido como una lapa negra al corazón y no deja respirar. En otras, preferimos pasar página rápidamente, volver a nuestras rutinas y hacer caso a quien nos insiste en que «hay que seguir» ya desde el día siguiente mismo de la muerte, aunque sea lo último que tengas fuerzas para hacer.

En cualquier caso, la elección es nuestra casi siempre. Menos en el caso de las víctimas del metro. Ellas no fueron nunca libres para gestionar su pérdida. A ellos se les impuso vivir su tragedia en silencio, de puertas para adentro, entre las paredes de su casa o, como mucho, compartiendo su desesperación entre ellos. Se les intentó callar, mediante el gobierno autonómica y una televisión pública absolutamente servil, para que no expresaran su dolor.

Quizás era porque reflejaban el horror propio de las tragedias y nos hacia conectar a cada uno con nuestra -pequeña o grande- pérdida personal. Quizás porque alguien debía tomar responsabilidades por una masacre con la que nadie quería tener nada que ver porque era demasiado. Demasiado gordo, demasiado fuerte y demasiado doloroso. Algo que tenía que haber funcionado -en este caso el servicio de metro-, no funcionó correctamente y eso provocó que 43 personas -que eran madres, parejas, padres, hijos, hermanas- dejaran de estar junto a los suyos.

Y quienes tenían que haber reaccionado ante semejante fallo no solo hicieron como si aquello no fuera con ellos cuando esa era principalmente su motivo para estar ahí (gestionar los servicios de los ciudadanos) sino que implantaron una vieja e insultante táctica para escurrir el bulto: ignorar lo que ha sucedido, hacer como si no hubiera existido e invisibilizar a las víctimas, cuando no hacerlas sentir incluso una molestia. Y casi todos compramos la moto. Igual al principio no pero pasados unos meses, sí. Verles cada mes era recordarnos lo que les pasó y, por consiguiente, que nos recordaran cuando no queríamos lo que nos había pasado también a nosotros en otras facetas de nuestra vida.

Porque todos hemos sufrido pérdidas; todos hemos experimentado o cometido abusos de poder también, y todos hemos sentido en ocasiones que no se nos permitía expresar nuestro enfado o tristeza. Aunque con una diferencia : han tenido que morir 43 personas para hacernos despertar. 43 familias que se quedaron sin uno de los suyos. Y por ello, la deuda es infinita.

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