Los más jóvenes no recordarán aquello, porque desapareció hace nueve lustros; pero era habitual y normal encontrar en Valencia el paso de los «serenos y vigilantes», que parecía que deambulaban por nuestras calles pero que ejercían una labor muy provechosa a favor de los vecinos. Ambas denominaciones obedecían precisamente al origen de los vocablos: pues el «sereno» indicaba que era una forma de mantener la «serenidad» en las calles y barriadas, y el vigilante era el hombre encargado de vigilar a los posibles alborotadores o delincuentes. Este servicio parece que se estableció mediado el siglo XVIII, y estaba formado por los «serenos», que eran los controladores de una extensa barriada, y los «vigilantes», que llevaban un enorme llavero con las llaves de todos los portales que les correspondían en un sector menor que el de los anteriores.

Conocían prácticamente a la totalidad de los vecinos de su zona, y si alguno le pedía que le abriera el portal, lo hacía gustoso y con le seguridad de que el solicitante era persona correcta y ocupante de una vivienda en esa finca. Se les llamaba con palmas, con aplausos, o a veces incluso a voces; y contestaban en seguida: -«Sereno -o vigilante- ¡voy!». Si quien pretendía acceder a la casa no era conocido, y si no era de aspecto sospechoso, el vigilante la preguntaba dónde iba y le acompañaba hasta el piso, llamaba a la puerta y comprobaba que el titular de la vivienda estaba conforme con la visita.

Fueron los primeros en España, aunque la costumbre se implantó en casi todas las ciudades. Empezaban su trabajo a las once de la noche y duraba hasta las cinco de la mañana. Portaban un «chuzo» o bastón fuerte con puntera metálica; muchos de ellos, en los primeros tiempos, rozaban o golpeaban los faroles de gas para encenderlos; luego ya aparecieron las farolas eléctricas. Era frecuente oír su voz por las calles. Muy a menudo retumbaba: «¡Sereno!» y algunos incluso daban la hora y el estado del tiempo -lluvia, frío o calor-. Si se les pedía la noche anterior, incluso eran muy atentos y despertaban a los vecinos que habían solicitado que subieran al piso y llamaran al timbre.

Durante muchos años, este servicio era abonado mensualmente por los propios vecinos, y los serenos y vigilantes estaban tan agradecidos que al llegar Navidad, cuando pasaban por las casas a cobrar el estipendio y un apoyo por las fiestas, incluso portaban boniatos y calabazas como agradecimiento. Llegó a haber un total de 400 serenos y vigilantes en Valencia, que en los últimos tiempos ya percibían una ayuda económica del ayuntamiento. Y en 1970 desapareció este servicio que había sido muy útil; pues uno deambulaba tranquilamente por las calles y no sospechaba que pudiera ocurrirle nada, ni accidente ni atraco, pues con una simple voz ya estaban allí para poner orden. Los periodistas, que trabajábamos de noche, cuando a las una y media o las dos de la madrugada regresábamos a casa a pie, no teníamos miedo; pues lo más que nos cruzábamos era con uno de estos hombres entregados al buen orden, que ya nos conocían y saludaban.