­«¡Pero que rebonica está»! le dice con cariño una vendedora de un puesto de verdura y frutas del Mercado Central a Consuelo Iserte cuando la ve. A pocos metros, en una charcutería las palabras de amor hacia esta vecina del barrio se repiten: «es como nuestra abuela», dice Carmen, quien le provee de queso o jamón desde hace ya 35 años.

Aún así, esas casi cuatro décadas son aún una «pequeña» parte de la vida de Consuelo, quien lleva sobre sus espaldas 102 años. Más de un siglo de sonrisas, llantos, días de familia, viajes y de muchas compras en el Mercado Central.

A sus puestos acude desde hace décadas, desde que era joven para llenar la cesta de la compra. «Me gusta venir aquí porque tienen todo muy bueno y fresco», dice Consuelo, quien como comenta todo el mundo no aparenta sus años. Regala sonrisas y quienes la conocen destacan su encanto y sentido del humor. Su hijo, Miguel, que la coge del brazo añade: «es una mujer valiente y con mucha energía». Y para muestra un botón: «hace unos días fuimos al rastro, junto a Mestalla, y desde allí nos volvimos hasta la zona del Mercado Central. Hicimos un descanso en los Viveros... pero nos vinimos andando desde allí...», comenta.

Ni un día sin mercado

Hoy la Asociación de Vendedores del Mercado Central le entregará uno de sus premios honoríficos porque a día de hoy continúa comprando allí. «No puedo pasar un día sin venir al mercado. Incluso hay días que aunque no tenga nada que comprar vengo. Luego compro algo como excusa», comenta Consuelo quien recuerda «yo vi como lo construían».

Y es que la obras para la construcción del mercado se iniciaron el mismo año que ella nació, en 1914, pero las mismas no finalizaron hasta 1928. «Yo iba al Hospital General—la ahora Biblioteca Pública— para que me trataran y veía cómo iban construyéndolo». «Recuerdo como pusieron primero la cubierta y como fueron haciendo los desagües», relata Consuelo con una memoria envidiable. «Ahora está muchísimo mejor. Al principio no había tantos puesto...¡y mira ahora que maravilla de puestos con todos esos jamones!», exclama junto a la charcutería.

Memoria envidiable

Recuerda el puesto que tenía aquella o la otra vendedora como si fuera hoy, donde estaban y el carácter que tenían algunas. «Entonces la verdura se ponía en unas grande cestas de mimbre. Tenía discusiones con una porque yo miraba la verdura para coger las que estaban mejores y ella no m dejaba tocarlas», comenta.

Incluso cuenta cómo compraba la carne o la verdura antes de que finalizaran las obras del mercado. «Antes la gente vendía aquí en la calle, ponía unas mesas grandes como de salón. Los carniceros ponían todo el género en la mesa y tenían una tabla de madera en la cual cortaban la carne».

Su longevidad la convierten en uno de los pocos testimonios de excepción de la ciudad para contar cómo era la Valencia de principios de siglo XX. Llegó muy joven a la ciudad de Valencia desde su Rubielos de Mora natal. Hasta la ciudad llegó gracias a unos amigos que tenía aquí, donde se casó y crió a su hijo Miguel. Estuvo unos cuantos años, viviendo en el Cabanyal y luego ya se trasladó a Ciutat Vella. «¡Yo ya soy valenciana», dice entre sonrisas, mientras recuerda los viajes en tranvía.

Sus ojos han visto pasar miles de vidas en el mercado, la ropa de moda de cada época y los cambios de las entrañas de este icono del comercio valenciano. De aquella vida ya solo quedan fotos.

Cuenta sus recuerdos rodeada de una masa de turistas que habla lenguas extranjeras y alucina con el colorido de los puestos y sus olores. Llegan buscando una sensación única. Ella ha vivido esa experiencia cotidiana muchísimos días de su vida. Imposible calcular cuantos. Sin embargo, como si se tratara de una sana adicción, se niega a prescindir de ella. Allí todos les esperan.