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Sobrecostes

Corrupción en la Lonja

Documentos con la auditoría realizada en 1487 revelan las irregularidades y sobrecostes en el edificio

Corrupción en la Lonja

Algo tienen las grandes obras públicas que a menudo se convierten en terreno abonado para el despilfarro y las corruptelas. Las grandes sumas que se manejan, y su complicada gestión, permiten ocultar con facilidad las operaciones, a veces turbias, de quienes las promueven y controlan. Y esto no es en realidad algo nuevo. El caso que nos ocupa no aparece diariamente en las cadenas de televisión, ni tiene un nombre en clave en alemán: ha sido investigado por el que esto suscribe en los fondos del Archivo Municipal de Valencia. Tuvo lugar a finales del siglo XV y la obra que le sirvió de tapadera y excusa fue ni más ni menos que la nueva Lonja, esa que hoy es Patrimonio de la Humanidad.

A principios de la década de 1480 era ya evidente que la pequeña lonja vieja, que se hallaba más o menos donde hoy está la plaza del Doctor Collado, no era suficiente como marco para los intercambios comerciales en una ciudad que se había convertido en un centro mercantil a escala internacional y que presentaba la mayor población de la Península Ibérica. Se trataba de un pequeño patio porticado rodeado por unas cadenas, y la mala imagen que aquella instalación ofrecía de Valencia y de su gobierno municipal era ya una obsesión para sus dirigentes al menos desde veinte años atrás, cuando hablaban de ella como de una «vergonya». Pero fue en 1482 cuando se decidió comenzar un edificio nuevo y bello que diera a la urbe «honor y gloria en el futuro», no en el mismo lugar, sino más cerca de la plaza del mercado, para lo cual hubo que expropiar y «recalificar» nada menos que 33 viviendas y hacer desaparecer una calle, la dels Arrossers.

Aunque en aquella época no era frecuente aventurar un presupuesto de la obra a ejecutar, estaba claro que pagar a todos los propietarios desalojados y, sobre todo, acometer la construcción de un edificio que se deseaba imponente, iba a resultar muy caro. Por eso ya en ese año de 1482 se decidió en el consell de la ciudad crear una especie de institución municipal ex profeso para gestionar la construcción: la Obra de la Llotja Nova, que tendría incluso sus propios ingresos asignados. En principio la lonja se construiría con el capital que proporcionaba un nuevo impuesto: los «dos diners de la llotja», es decir, una tasa de dos dineros que gravaba toda mercadería que se negociara en Valencia. Al frente de ese nuevo «negociado» municipal se situó un «administrador de la fábrica de la lonja», un ciudadano de buena reputación llamado Pere Çacruilla. Era un hombre importante. Había sido hasta entonces el lugarteniente del racional, es decir, del auditor de las cuentas municipales, e incluso se había encargado de evaluar los precios de las casas expropiadas para crear el solar de la lonja junto con el maestro de obras Francesc Biulaygua.

Pronto los regidores locales le pidieron también que del dinero de la lonja se pagaran otros gastos, como la construcción del edificio del recién creado Estudi General (la actual Universitat de València), y sobre todo una armada para defender la costa de los ataques de piratas genoveses y franceses. Entre unas cosas y otras, raro era el año que Çacruilla no pagaba de su gran bolsa más de 100.000 sueldos, lo que equivaldría a alrededor de un 5% de los ingresos anuales del municipio, a 85 años del salario de un maestro artesano, o al dinero necesario para comprar casi cien casas en la ciudad. Por eso apenas medio año después de haber empezado las obras, el 23 de junio de 1483, Çacruilla recibió permiso para emitir su propia deuda pública con cargo a la administración de la lonja, independiente de la que vendía el municipio. Clérigos, nobles y mercaderes comprarían títulos -censales se llamaban entonces„ a cambio de un préstamo, y recibirían por ello una renta fija en monedas todos los años.

Enormes cantidades de dinero pasaban por tanto todos los días por las manos de Çacruilla, que debía pagar diariamente a los autores materiales de la lonja, los maestros de obras Pere Compte y Juan Ivarra, y a sus cuadrillas, además de abonar a los proveedores toda la piedra, cal, yeso, ladrillos, clavos o maderas necesarias para la edificación. A los cinco años de iniciada la obra, Çacruilla empezó a tardar más de lo debido en presentar cuentas de su gestión a los gobernantes locales, y comenzaron a saltar todas las alarmas. A principios de 1487 se decidió llevar a cabo una auditoría en toda regla, de la que se encargarían los mercaderes Gaspar Rull y Lluís Monrós. Algunos libros no aparecieron nunca y, cual discos duros machacados del siglo XV, aún hoy faltan algunos de esos volúmenes en el Archivo Municipal, con lo que los historiadores debemos reconstruir los gastos de esos años con los registros de los notarios. Çacruilla se sintió atrapado, abandonado por los suyos, y en el mes de junio, probablemente agobiado por la investigación, murió repentinamente.

La inesperada defunción del encausado no detuvo sin embargo el proceso. Su única hija, Àngela, debió responder por los desmanes de su padre, y en los meses siguientes fueron saliendo a la luz todas las irregularidades de su mandato. No solo faltaba dinero de la lonja, sino también de la obra del Hospital de la Reina, otro establecimiento municipal, situado más o menos donde ahora está el Teatro Olimpia, que igualmente dirigía Çacruilla. Y es que el ínclito administrador, en primer lugar, cobraba «mordidas» de los proveedores de sus obras, algunas de las cuales hasta se pueden cuantificar, y quedan muy por encima del famoso 3 %.

«Pedres vermelles» carísimas

Çacruilla mandó que trajeran unas lustrosas «pedres vermelles», nada menos que desde Mallorca, para enlosar el suelo de la capilla de la lonja - la planta baja de la torre central del edificio„; y su coste se encareció en un nada despreciable 50%, ya que en vez de los 600 sueldos que los auditores comprobaron que se habían pagado efectivamente al abastecedor mallorquín, Çacruilla había declarado 900. Llevaba además tiempo embolsándose parte de los jornales de los albañiles y picapedreros, y de los mismos Compte e Ivarra, que tardaron más de un año en cobrar 1.854 sueldos que les debían (Ivarra murió de hecho antes de que le pagaran, en el mismo año 1486).

Incluso Çacruilla se había atribuido uno de aquellos títulos de deuda que él mismo vendía para financiar la obra, es decir, cobraba los intereses correspondientes a 2.000 sueldos de un préstamo a la institución que en realidad él nunca había hecho.

Todo aquel alarde de «contabilidad creativa» dejó un importante agujero que sería un lastre económico arrastrado por sus sucesores, para los que además se arbitró un sistema de control mucho más estrecho. Pero es que el «caso Çacruilla» sirvió también probablemente para que los poderes, tanto local como real, tomaran conciencia del gran volumen de dinero que se manejaba en esta obra, y de lo importante que era la elección del personaje que debía supervisarla.

En principio el consell municipal nombró como nuevo administrador a un tal Guillem García, que comenzó a actuar a finales del mismo año 1487, tratando de, al menos, poner al día los pagos. Pero tres años más tarde, el 8 de enero de 1490, les llegó a los regidores de Valencia una carta sellada del rey Fernando el Católico, en la que les ordenaba que García fuera cesado, eso sí, «sens alguna nota d'infàmia», y sustituido inmediatamente por su hombre de confianza, Gaspar Amat. Era una muestra del creciente autoritarismo del monarca, que cada vez ninguneaba más al gobierno municipal. Pero este no se resignó inmediatamente, y como una muestra de cierta rebeldía, los jurats y todos los altos cargos de la ciudad se trasladaron solemnemente a la lonja para conminar al arrendatario del impuesto de la mercadería y al maestro Pere Compte a que no aceptaran órdenes de nadie que no fuera Guillem García.

El rey reaccionó entonces fulminantemente por medio del que era su representante en las instancias locales: el racional Francí Granollers, quien, como una flagrante amenaza contra los jurats, ordenó el registro de la casa del lugarteniente de García, Marc de Bellmont, en busca de nuevas malversaciones. Además una nueva carta, se puede suponer que más dura, del Católico, confirmó públicamente su deseo de que Amat fuera el nuevo mandarín de la lonja, y este, según registran con sorna las actas del consell, mostró públicamente su gratitud al soberano «ab moltes accions de gràcies». Años más tarde este servil personaje, Gaspar Amat, escalaría hasta el cargo de racional, hasta que en 1503 sería también cesado por otro asunto de corrupción.

Pero esa es ya otra historia, y hoy, en todo caso, lo que nos queda es la presencia imponente de aquel edificio, la lonja de Valencia, que visitan miles de turistas cada día, y con el que algún vándalo se ensaña de vez en cuando, como ha ocurrido hace apenas unos días. Los oropeles del Siglo de Oro valenciano esconden no obstante también historias oscuras, como esta.

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