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Los albores verdes de la democracia

El parque de Benicalap fue el primer intento de la Transición por dotar de zonas verdes a una València sobresaturada por el desarrollismo

El magnífico paseo de los tilos en el límite de su crecimiento. levante-emv

Lo primero que llama la atención del parque de Benicalap es su drástica división en dos mitades. Una, con las plantas bastante bien cuidadas. La otra, con pistas deportivas y piscinas, rodeadas de una vegetación muy mejorable. Lo segundo que llama la atención es que el parque está rodeado por edificios históricos y jardines, abandonados y vandalizados, que están pidiendo a gritos su anexión, como la Alquería del Moro, la Alquería de la Torre y el Casino del Americano. Así lo prevé el Plan General desde hace muchos años, y esperemos que no tarde tanto como para sólo incorporar solares. Hagamos como que no los vemos y entremos en este parque, que no jardín.

Porque jardín y parque no son exactamente sinónimos. El jardín es una creación artística, uno de los productos más refinados a los que puede aspirar una sociedad, por lo que durante milenios su acceso quedó restringido a los poderosos de siempre y a los nuevos ricos. El parque, en cambio, es un servicio más de la ciudad moderna, como el alcantarillado y los hospitales. Surgió asociado a la ciudad industrial y a la concentración de mano de obra en condiciones insalubres. El primer parque público vio la luz, allá por 1843, en la muy contaminada Liverpool y sirvió de inspiración para el más famoso de todos, el Central Park de Nueva York (1856). El parque era innecesario en una sociedad rural, inmersa en la naturaleza y sin tiempo para el ocio, pero resultaba indispensable en las inhumanas ciudades que iba conformando la revolución industrial.

Esas pueden ser algunas de las razones que expliquen la enorme carencia de parques con la que València llegó hasta el último cuarto del siglo XX. Inmersa en una huerta cultivada con mimo, casi como un jardín, se notaba menos que la ciudad no llegaba ni a la mitad de los cinco metros cuadrados de zona verde por habitante que establecía la legislación heredada del franquismo. Y, sobre todo, la alta producción hortícola y la expectativa de especulación provocaban unos precios del suelo desorbitados. Casi medio siglo y muchos parques después, incluida la enorme aportación del Jardín del Turia, València apenas ha conseguido superar por unas décimas esos cinco metros. Pero el retraso se acumula, porque los organismos internacionales ya recomiendan quince. Como mínimo. Dejamos de lado, en esta interesada guerra de cifras con la que los políticos suelen maquillar las cuentas el conocido popularmente como Saler, que es un Parque Natural, no urbano.

El primer hito verde democrático

Benicalap fue el primer hito en el camino democrático y verde de València. En los albores de la Transición, la demanda de espacios abiertos llegaba de todos los barrios, pero no en todos había un antiguo centro de investigación agrícola que se trasladaba y que el Ministerio había cedido a la ciudad. El equipo de gobierno que encabezaba Ricard Pérez Casado no dejó pasar la oportunidad y convirtió esta obra en uno de los emblemas de su primer mandato. Fue el primer parque de la democracia y en él pueden leerse los nuevos mensajes. En lugar de los consabidos carteles prohibiendo pisar el césped, colinas de ondulante hierba donde tumbarse. En vez de secos paseos con alguna fuente ornamental, cascadas asilvestradas. En lugar de cuatro columpios de hierro como en Viveros, una zona infantil amplia y novedosa que incluso contenía una casa arbórea. Frente a la elitista Piscina de la Alameda, medio parque dedicado al baño obrero y al deporte.

En los 35 años trascurridos desde su apertura al público, muchas cosas han cambiado. Entre las malas, que los niños ya no pueden trepar a la casa de Tarzán, utópica pero insegura. Entre las buenas, que la vegetación pasa por su momento más dulce. El arbolado se ha asentado, ha dejado atrás la fase juvenil para iniciar la madurez: carrascas, pinos piñoneros, árboles del amor, tilos, jacarandas, plátanos de sombra y ficus aspiran ahora a lo más alto y a una prolongada longevidad. Los arbustos conforman y estructuran los espacios aportando color, forma y volumen. Incluso hay pequeñas manchas floridas de plantas vivaces, completamente ausentes en otros jardines y parques, y también las pérgolas están deseosas de llegar algún día a sombrear y perfumar con rosales y jazmines estrellados. El reto de Benicalap es ahora su futuro.

Un futuro con luces y sombras

Uno de los aspectos más interesantes del parque lo aporta su ondulada topografía. Los caminos principales, orlados de jacarandas, árboles del amor y tilos, forman auténticas galerías de sombra, color y fragancia que serpentean entre suaves colinas de césped. Pero, como decíamos, es solo un momento de belleza fugaz. Una de las hipotecas a la que se enfrenta el arbolado del parque tiene que ver con la distancia o marco de plantación. Las especies leñosas de gran porte fueron colocadas muy juntas para crear sombra rápida pero, tres décadas después, los árboles se han alcanzado entre ellos, compiten abiertamente por la luz y el espacio, se entrecruzan y deforman, se debilitan y fragilizan. Y, a la larga, se hacen peligrosos para los visitantes. Un ejemplo de lo que está aconteciendo y lo que podemos esperar en un futuro próximo lo encontramos en los pinos piñoneros que bordean todo el perímetro. Al ser de crecimiento más rápido que otras especies, las ramas se han entrecruzado profusamente y por ello varios de los ejemplares crecen deformados, algunos están enfermos y otros ya han desaparecido. Cierto que uno de los puntos fuertes del parque es la variedad de sus árboles, que proporcionan todos los matices de la sombra, pero no vemos casi ningún ejemplar que nos haga soñar con árboles majestuosos, sanos y seguros, en el futuro parque de Benicalap.

El futuro pasa también por la incorporación del patrimonio vecino. O lo que ha quedado de él después de décadas de abandono. Del Casino del Americano, además del expolio interior, ha desaparecido su espléndida vegetación de árboles adultos, sin más excepción que algunos cedros y pinos carrascos deteriorados y unas pocas palmeras monumentales que el picudo rojo, él sabrá por qué, ha querido reservarse por el momento. En las alquerías del Moro y de la Torre, también en ruinas, sobrevive una buganvilla que trata de saltar sus muros, una vieja higuera y un acogedor emparrado de vid. Estas alquerías, reflejo del modelo de dispersión rural tradicional en la huerta valenciana, se encontraban a mitad de camino entre la ciudad amurallada y la población de Burjassot. Con la demolición de las murallas en 1856 y la concentración de mano de obra para satisfacer a la industria y el comercio, se inició la ola urbanizadora que fue ocupando la preciada huerta hasta engullirla en su totalidad. Así nació Benicalap, donde ahora viven algo más de 50.000 personas. Si dividimos por ellos los 80.000 metros cuadrados del parque, tocan a metro y medio cada vecino. Eso sí, siempre pueden ir al Saler.

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