Olía a bocata el sábado en el Auditorio Nacional de Música. Casi a fritanga. El sábado, el oropel y boato de los conciertos de Madrid, de los selectivos ciclos de abono y de las señoronas empieladas y botoxizadas, cedió ante el empuje de la música para todos, de esa decidida apuesta por la búsqueda «de nuevos horizontes, de nuevos públicos» en la que andan empeñados el Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM) y su director, el inagotable Antonio Moral. Desde las once de la mañana y hasta las doce de la noche, se escucharon nada más y nada menos que «Nueve novenas sinfonías» de modo ininterrumpido, salvo las pausas para ir al baño y para tomarse uno de esos aromáticos bocatas que despachaban en el vestíbulo, y que servían para repostar fuerzas y seguir el aluvión de sinfonías que llegaba desde el escenario.

Olía a entusiasmo, a ilusión, a melomanía de verdad. Durante toda la apretada jornada, el Auditorio Nacional de Música fue un hervidero de música y de aficionados encontrados bajo la contraseña «Novena». Nueve «Novenas sinfonías» interpretadas por cinco orquestas diferentes, todas dirigidas por un solo director. La gesta de lidiar estos nueve miuras sinfónicos -de Mozart a Shostakóvich, de Beethoven a Mahler- la materializó Víctor Pablo Pérez (Burgos, 1954), que cuajó la faena musical más ambiciosa y redonda de su larga carrera en los podios. «Ha sido para mí», decía a Levante-EMV poco después de coronar la proeza, «un día culminante en el recorrido de mi vida musical. Las cinco orquestas han respondido con entusiasmo y enorme respeto, y la respuesta del público no ha podido ser más emocionante y entusiasta».

El maratón sinfónico era comprometido y estaba cargado de riesgos y trampas. Físicas, claro, pero sobre todo emocionales y anímicas. Dirigir uno tras otro sinfoniones como las Novenas de Schubert, Beethoven, Dvorák, Bruckner, Mahler o Shostakóvich, además de las Novenas de Haydn, Mozart y Ramón Garay, era una gesta sin precedentes en la historia de la música. Lo más parecido que se había hecho con anterioridad fue el ciclo de las Nueve sinfonías de Beethoven en un solo día, algo que abordaron Lorin Maazel en Londres y más tarde Jesús López Cobos en Madrid, en una jornada también promovida por Moral y el CNDM.

Víctor Pablo, que a sus 63 años goza de una espléndida madurez labrada durante decenios de trabajo serio y concienzudo, volcó desde el primer momento, cuando a las 10.30 horas marcó con gesto decidido las notas iniciales de la Sinfonía Coral de Beethoven a los profesores de la Sinfónica de Madrid, toda su energía y entusiasmo, como si no fuera consciente de cuánto aún tenía por delante. Iba a tope. Sin reserva y a fondo. Fue una versión energética y briosa, de fuertes acentos rítmicos, que los sinfónicos madrileños siguieron a pie juntillas, También los componentes del Coro Nacional de España, coprotagonistas en el movimiento final, la célebre Oda a la alegría, en la que participaron como solistas la soprano Raquel Lojendio, la siempre estupenda mezzosoprano valenciana Marina Rodríguez-Cusì, el tenor Gustavo Peña y el barítono David Menéndez.

Aún quedaban, una tras otra, las otras Novenas. Siempre con la misma entrega, el mismo entusiasmo juvenil, idéntica concentración, preciso y pendiente de detalles. Si el más mínimo decaimiento. Todo lo contrario: a medida que transcurría el día, el maestro burgalés se crecía más y más, como un superman de la batuta. Ni un instante de desfallecimiento o relajación. Es la vitalidad del maestro, quizá. Pero también y sobre todo la savia dinamizadora de la gran música. Luego, tras el asalto de la Coral, vinieron cuatro más. Primero con las novenas del español Ramón Garay y de Schubert, con la Orquesta de la Comunidad de Madrid, de la que actualmente es titular el propio Víctor Pablo.

A primera hora de la tarde, compartió el tercer asalto con la Sinfónica de Radio Televisión Española y las Novenas de Mozart y de Bruckner, su sobrecogedora sinfonía inacabada. La temperatura musical creció aún más a las 19.30 horas, cuando se instaló en el escenario una mejoradísima Orquesta Nacional de España que hoy dejaría boquiabierto al mismísimo Ataúlfo Argenta. Bordaron una versión excepcional de verdad de la Novena de Shostakóvich, en la que se lucieron especialmente dos relevantes ex-profesores de la Orquestra de la Comunitat Valenciana: el concertino Giorgi Dimcevski y el flauta solista Álvaro Octavio, ambos ahora en la ONE. La gran actuación de la ONE se completó con una Sinfonía del Nuevo Mundo «de disco», como diría algún aficionado castizo. Los encendidos y bien cosechados bravos del patio de butacas al final de este cuarto asalto debieron de resonar hasta en la Plaza de la Reina de la capital valenciana.

Fue el preámbulo del momento acaso más emotivo y excelso de la noche. Eran ya las 22.30 horas. En el escenario, los maestros veinteañeros -¡o menos!- de la Joven Orquesta Nacional de España. En los atriles, la densa, intensa, compleja y adultísima Novena de Mahler con 49 años, uno antes de morir, y cuyo agonizante Adagissimo final -así lo anota en la partitura- abre las puertas a la muerte, o «al infinito», como después dijo Antonio Moral. Todo un atrevimiento reservar este obrón a los y las mozalbetes de la JONDE. Al futuro. Pero desde los primeros instantes, con esas marcadas notas en el arpa que imitan el corazón arrítmico que ya no puede mantener la vida, se constató la certeza de que algo muy grande iba a pasar -estaba ya pasando- en el colofón de la maratoniana jornada. Víctor Pablo dirigió en plan gran maestro. Con el ímpetu del inicio, sí, pero, además, con una involucración absoluta con esta partitura cargada de desesperanza y aferramientos imposibles a la vida. Rondaban ya las 23.30 horas, cuando llegó el final de la sinfonía que Mahler nunca escuchó, el eterno diminuendo final, esos 27 compases en los que todo conduce al silencio. Fue memorable cómo los adultos instrumentistas y el joven maestro se unieron para generar uno de esos momentos musicales que jamás se olvidan. Al mismo tiempo, la estudiada luz de sala acompañó el largo y lento diminuendo hasta casi la penumbra total. Después, el silencio. Ni un aplauso, ni un bravo. 30 o 300 eternos segundos en los que no se movió una mosca. Una imagen congelada. Un recuerdo para la eternidad. ¿Es posible soñar mejor colofón? Sin palabras.

Las nueve novenas no fueron lo único que ocurrió en esta jornada para los anales. Simultániamente, en la sala de cámara del Auditorio Nacional, cinco pianistas -entre ellos Miguel Ituarte, Juan Carlos Garvayo y José Menor- tocaron las nueve sinfonías de Beethoven en la más que enrevesada transcripción pianística que preparó Ferenc Liszt. Grupos de metales por la calle con fanfarrias basadas en las famosas nueve novenas, una sesión de jazz con improvisaciones sobre algunas de las sinfonías programadas, un sinfín de actividades por doquier que culminaron muy a la valenciana, ya en los primeros minutos del domingo, con un castillo de fuegos artificiales en la plaza de acceso al Auditorio mientras se escuchaba bien fuerte la Música para los reales fuegos artificiales que compuso Händel en 1749. ¡Que vuelva pronto a la música el olor a bocata!