En la jerga bursátil, ponerse corto significa adoptar una posición vendedora; y ponerse largo en un valor supone lo contrario: asumir una estrategia compradora. Las posiciones bajistas son tomas de posición en las que el inversor obtiene un beneficio si se deprecia el valor sobre el cual ejerce la apuesta a la baja. Si lo habitual es comprar acciones porque se confía en su revalorización, las apuestas bajistas (también llamadas posiciones cortas o «short sellings») permiten especular a la inversa y ganar dinero cuando se desploman vendiéndolas.

Cuando los bajistas detectan flaquezas, debilidades o síntomas de vulnerabilidad en un valor o en un sector, asumen una posición vendedora, de forma que su comportamiento contribuye a que sus propias expectativas y previsiones (la caída del valor) se confirmen.

La práctica habitual de los bajistas es tomar en préstamo grandes cantidades de acciones de un valor –por las cuales pagan un alquiler a sus titulares– y venderlas de forma súbita y masiva al valor que cotice en ese momento (por ejemplo, tres euros). Cuando en cualquier mercado se produce una concentración repentina de flujos vendedores (más oferta que demanda), el valor del bien cae. Este fenómeno, que es habitual y común en las plazas de abastos, las lonjas de pescado y en cualquier otro ámbito donde se casen operaciones de venta y de compra de cualquier bien, se acrecienta en los mercados bursátiles porque aquí también cotizan la confianza, el miedo y las expectativas.

De forma que muchos inversores, cuando detectan un flujo vendedor muy nítido, optan también por vender, aunque no sepan por qué. Es el llamado «efecto manada». Si los líderes del rebaño salen huyendo, los demás les siguen porque presuponen la existencia de un riesgo inminente. Esta estampida hunde de forma definitiva la cotización porque se acrecienta el afán vendedor sobre un mismo valor. De este modo, los bajistas logran amplificar los efectos de su acción y consiguen que otros tenedores de acciones contribuyan a derrumbar el precio.

Cuando se alcanza el nivel esperado de depreciación (por ejemplo, la acción contra la que se apuesta cae hasta el valor de un euro), el bajista compra a ese precio (un euro) la misma cantidad de acciones que había vendido días u horas antes a tres euros. De este modo, gana dos euros por título. Con las acciones ahora adquiridas, el especulador devuelve a sus verdaderos dueños los títulos que les había tomado en préstamo. Los titulares de estas acciones no han arriesgado nada y se embolsan el importe del alquiler. Y, como suelen ser inversores a muy largo plazo, no les inquieta el derrumbe coyuntural del valor. Saben que la Bolsa siempre acaba volviendo a subir.

Estas prácticas –de las que hay constancia desde el siglo XVII– han sido siempre muy controvertidas: se las acusa de ser destructoras y desaprensivas, de desestabilizar los mercados, perturbar el normal desenvolvimiento de la oferta y la demanda y de generar volatilidad, cuando no de servirse de rumores infundados para desencadenar pánicos.

Sus defensores aseguran que son prácticas correctas porque los especuladores no siempre ganan (hay famosos casos de bajistas que se arruinaron), útiles (permiten protegerse de pérdidas en las apuestas al alza, aportan liquidez y facilitan la fijación de precios) y provechosas: depuran el mercado, contribuyen a destapar engaños masivos (Enron) y actúan al servicio de la «destrucción creadora», que es consustancial al progreso económico según la tesis de Schumpeter.