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Vora mar

El bulldozer de San Elián

Hace semanas que la iglesia de San Elián, del siglo V, es tan solo un solar de Qaryatain, la ciudad siria que recibía la peregrinación anual en honor al santo martirizado por los romanos

Hace semanas que la iglesia de San Elián, del siglo V, es tan solo un solar de Qaryatain, la ciudad siria que recibía la peregrinación anual en honor al santo martirizado por los romanos. No abundan las creaciones humanas que sobrevivan 1500 años en pie, pero lo hicieron el culto a Elián y su ermita. El islam es casi tan antiguo y seduce a 1.000 millones de personas en todo el orbe, aunque las interpretaciones violentas del Corán tienen en un brete a la comunidad musulmana.

La obsesión humana por dominar al prójimo a las bravas y decirle cómo pensar y en qué creer no es nueva, ni mucho menos. Los terroristas islámicos no son pioneros en degollar en nombre de un dios (o de una idea) ni en destruir iconos incómodos. La historia de la humanidad está salpicada de predicadores de otras confesiones que, con sus sermones, sembraban y siembran aún hoy el odio al infiel. Los fanáticos son, paradójicamente, una especie de plaga bíblica. Los hay por doquier y su siniestro apostolado forma parte, en definitiva, de una inquina más amplia y ancestral: el odio al diferente.

Lo insólito en realidad es que estas prácticas tengan plena vigencia en el siglo XXI, y aún más que haya prosélitos dispuestos a aplaudirlas y justificarlas. El integrismo amenaza con cercenar cualquier atisbo de libertad en el mundo islámico. Se ha convertido en una hiedra que comienza a emerger incluso entre los adoquines de nuestras calles, en las capitales occidentales. Pretende perpetuar (o rescatar) prácticas tan abominables como la sumisión de las mujeres. El ser humano parece, a veces, incapaz de progresar.

Qaryatain (y Siria) fue símbolo de tolerancia entre credos, algo que disgusta casi tanto como el conocimiento a quienes viven instalados en la retórica de infieles y guerras santas. Por eso ha sido arrasado, como la antigua Palmira, el museo y la biblioteca de Mosul o los budas de Bamiyán. El mundo enloqueció con la voladura de los milenarios iconos afganos en 2001. Y es que la sistemática destrucción del patrimonio consterna más que las dagas o los fusiles de asalto, pues revela la intención de borrar todo vestigio de cualquier civilización anterior, de dominar el mundo y de imponer la sharia. Quienes abanderan esta sinrazón no se avergüenzan de sus actos: creen que vencerán, que lo harán a nivel planetario y que entonces reescribirán la historia a su antojo y podrán ocultar cómo llegaron a vencer. Es así de escalofriante.

Ni el drama palestino ni el intervencionismo occidental justifican esta macabra utopía de rostros tapados y miradas aviesas. Nada lo hace. Tampoco el fracaso de las sociedades islámicas que, maniatadas por el radicalismo y la corrupción, no saben cómo casar tradición musulmana y democracia. Los integristas ofrecen dictadura, miedo, verdad y paraíso para catalizar esa frustración colectiva. Tratan de extenderse desde Siria e Irak por el Mediterráneo y, pese a la oposición de musulmanes que les niegan su legitimidad histórica y moral, están decididos a pasar a bulldozer los logros de la razón, a no dejar piedra sobre piedra entre Yakarta y Tánger. Y a hundirnos entre tinieblas. A cristianos, musulmanes o laicos.

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