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La muerte de un maestro

Figura insustituible de la literatura española contemporánea, el reciente fallecimiento de Carlos Bousoño sirve al poeta «novísimo» Guillermo Carnero para glosar su enorme aportación a nuestra cultura humanista

La muerte de un maestro

Carlos Bousoño nos había dejado hace tiempo, aquejado de una enfermedad incurable que lo apartaba de la realidad. Acabó de morir el pasado 24 octubre, con noventa y dos años de edad.

Estudió Filología Española en las Universidades de Oviedo y Madrid y tuvo una arrolladora vocación profesoral y de comunicación cordial con sus alumnos, tan grande como su incapacidad para convertirse en funcionario docente. Se reveló como poeta en el Madrid de los años inmediatos a nuestra guerra civil, y conoció pronto a Vicente Aleixandre (futuro Premio Nóbel de Literatura en 1977), que iba a ser para él, como para las sucesivas generaciones de posguerra, un guía y un maestro. Le dedicó la primera muestra de su talento crítico, el volumen La poesía de Vicente Aleixandre, publicado en 1950. Dos años después apareció la primera de las ediciones de su Teoría de la expresión poética, una de las mayores aportaciones de todos los tiempos a la comprensión del fenómeno poético. Obtuvo numerosos premios literarios: Fastenrath de Ensayo (1952); de la Crítica de Poesía (1968 y 1974); Nacional de Ensayo (1978) y de Poesía (1990); de las Letras Españolas (1993) y Príncipe de Asturias de Literatura (1995). Ingresó en 1980 en la Real Academia Española.

Nuestra amistad hubiera cumplido cincuenta años en 2016. Lo recuerdo junto a Francisco Brines, Claudio Rodríguez, Ángel González, José Olivio Jiménez, Juan Luis Panero y Francisco Nieva, en magistrales ejercicios de esgrima del ingenio o en infinitas conversaciones sobre literatura que discurrían entre copas y terminaban cuando los serenos, a altas horas de la noche, se unían a los camareros para echar a la calle a los clientes mareados. Carlos le dijo alguna vez a Ángel que los marxistas estaban equivocados porque los serenos, chuzo en ristre, y no los ricos burgueses, eran la clase dominante.

Carlos tuvo un especial olfato para discernir lo que impulsaba a la generación poética llamada de los «novísimos», revelada colectivamente en la conocida antología que José María Castellet reunió en 1970, quizá porque nuestros ideales literarios eran próximos a la segunda etapa de su propia obra. Con ella inició un fructífero y nunca interrumpido diálogo con la de algunos de nosotros. En ese sentido le debo el honor de haber prologado, en 1979, la primera edición de mis obras completas con un estudio de sutileza y sabiduría inigualables.

En 1994 el Ministerio de Cultura y la Fundación Juan March le organizaron un homenaje al habérsele concedido el año anterior el Premio de las Letras Españolas. Terminé mi conferencia en él afirmando que Carlos era una figura imprescindible en el panorama literario español del siglo XX por las dos razones que lo convertían en un maestro del ser y del escribir: su talante humano y el calibre intelectual de su obra, tanto poética como ensayística. En otras palabras, su lección permanente de aceptación de la vida con todas sus limitaciones y deficiencias, y la superación del tópico que considera incompatibles en poesía la emoción y la reflexión.

La obra de Carlos rezuma un existencialismo afirmativo y de gran hondura humana, sustentado por la permanente sorpresa y maravilla ante el mundo, combinación a la que llamó Francisco Brines religiosidad de incrédulo. Sus aportaciones en Poesía y Ensayo lo convierten en un caso único en la historia de la literatura española, parangonable a lo que Eliot significa en la inglesa. Como estudioso de los fenómenos y procesos mentales que dan lugar a la poesía, y como su practicante, demostró una y otra vez que la inteligencia, el análisis y el razonamiento humanístico no son obstáculos a la creatividad, sino estímulos que la enriquecen. Supo analizar la poesía con el conocimiento de su práctica, y también escribirla con la hondura del teórico. Enriqueció la periodización literaria con un modelo que define las épocas como gama de opciones compatibles, frente a la aplicación mecánica de la teoría de las generaciones.

Mucho tienen de meditación sobre la muerte sus últimos libros. Junto a la idea estoica de que ha de aceptarse lo que no puede cambiarse, Bousoño creyó que una vida quedaba justificada en la palabra escrita y en el amor sentido y recibido en la madurez y la vejez. Quienes tuvimos el privilegio de conocerlo sabemos que estaba en lo cierto.

Morir Aprender a morir despacio, como increíble el firmamento se va convirtiendo en palacio hecho todo de quieto viento. Y ser por fin, ya serenado, alta transparencia nocturna, tranquilidad a que ha llegado esta gran piedra taciturna. Sin embargo, de qué otro modo vemos, al morir, cada cosa. Querer vivir, y dejar todo. Este son dulce, esta luz rosa? Carlos Bousoño (Metáfora del desafuero, 1988)

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