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Almela o la quietud

Almela o la quietud

Decía recientemente en una entrevista el pianista cubano Jorge L. Prats que hay gente que en la vida pasa de casualidad y que otros, los privilegiados, la ven desde la primera fila. Es posible que exista ese algo que podríamos llamar destino, vocación temprana, genio, que a algunos, pocos, les cae en suerte y lo aprovechan. No obstante, también es cierto que incluso para conseguir esos asientos hay que saber observar, interpretar los signos y trabajarlos diariamente. Fernando Almela (Valencia 1943 - Madrid 2009) probablemente fuese de los que consiguieron las primeras butacas, si bien sus obras reflejan largos periodos de intensa observación y silencio.

La quietud es uno de los rasgos distintivos que emana de la serie de bodegones que estos días pueden disfrutarse en el espacio artístico de Ana Serratosa. Ciertamente un simple -o no tan simple- conjunto de platos, un grupo de hojas y frutas o el florido balcón no dan para mucha algarabía, pero no es tanto lo que se representa como la quietud con que se transmite. Y es precisamente esto, la comunicación de sensaciones, la principal característica que define el arte de Almela. Le imaginamos frente a esa ventana cuadrada (1983), un día tras otro, como aquellos primeros impresionistas que se pasaban la mañana contemplando la impresión de la luz sobre las piedras de las catedrales o el efecto del humo y el vapor en una estación ferroviaria. Así también parecía trabajar Fernando, observando el bello efecto pictórico de la luz, su gradación y cambios de intensidades, la alteración del entorno y cómo la iluminación va modificándolo, consiguiendo incluso que elementos a su alrededor se velen. Y es entonces cuando el artista decide coger el pincel y plasmar todas esas transformaciones, tranquilamente, en silencio.

La pintura de Almela recuerda mucho a Giorgio Morandi, con esa deconstrucción cuidadosa del espacio y de cada uno de los objetos. Asimismo, los inanimados objetos, las frutas, las hojas, el -precioso- plato azul parecen definirse única y exclusivamente a partir de la distancia con respecto a la luz. A pesar, o gracias precisamente a esta, la paleta del valenciano es intencionadamente definida en la elección del tono predominante para cada una de sus obras, como ya en su día hicieron Monet o Pisarro. Por el contrario, a diferencia del italiano, ya no es solo mucho más intensa, los fondos morados y los rosas, los verdes de las hojas, los ocres y sobre todo los increíbles azules, sino que los diferentes cromatismos y sus gradaciones están combinados de forma exquisita. Por otra parte, en Almela los contornos de los objetos que él vacía de color son mucho más geométricos, más estrictos y definidos, como si el artista, al deconstruir los objetos y representarlos en otro espacio con un significado totalmente diferente, una presencia que es ausencia, tomando el acertado título de la muestra, intentase a la vez buscar un equilibrio, un orden en el caos. Y créanme que lo consigue.

La muestra en la galería no tiene, lógicamente, las dimensiones de aquella que pudimos ver en el IVAM hace un par de años, pero sí podemos apreciar las diferentes inquietudes de este artista, desde los óleos y acrílicos, pasando por los collages, los originalísimos tableros troquelados, las esculturas, o los delicados monotipos sobre papel japonés, evocación y admiración por el arte oriental que, parece, siempre acompañó al artista.

*Crítica de Arte

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