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Necesidad narrativa

El hombre es un animal paradójico (por señalar una de sus características animales más curiosas y acreditadas). Ejerce desde su nacimiento la mendicidad narrativa: necesita relatos para subsistir, reclama historias que contarse y que contar, solicita fábulas en las que creer y por las que apostar la vida, pide parábolas en las que depositar sus supersticiones, chismes con los que entretenerse, chascarrillos que difundir entre sus conocidos. Es un ser necesitado de mala literatura (y algunos, incluso, de la buena), urgido de cuentos de viejas comadres, de historias del tebeo, de pamplinas al amor de la lumbre, de leyendas de la tribu. Donde hay hombres hay apetito narrativo, porque las narraciones con las que esos hombres se nutren constituyen la misma condición humana.

La paradoja estriba en el hecho de que, a pesar de su voracidad narrativa, los individuos recurren poco al instrumento que mejores narraciones proporciona: la literatura. Esa falta de interés por lo literario, en proporción, se explica con facilidad: el hombre se aprovisiona de lo que menos esfuerzo le cuesta conseguir. Sin embargo, por muy de espaldas que viva hacia las grandes narraciones literarias de la historia, sigue siendo, incluso a su pesar, un animal narrativo incesante.

Los culebrones de la televisión son una variedad popular de esa dependencia crónica que padecemos, como los chistes que pasan de boca en boca, y como los programas del corazón (que urden el relato de las alegrías y desgracias del universo famosillo, para que el espectador purgue sus pasiones por personajes interpuestos), y como los reálitis (otra forma de catarsis sentimental, a través de voyeurismo edulcorado), y como las redes sociales.

Las redes representan una corroboración más de que el hombre es un yonqui narrativo. Lo que proporcionan es el intento de convertir la propia biografía en un relato digno de escucharse, por insignificantes que sean el relato y la biografía. La democratización del instrumento difusor del cuento indica, para algunos, que el cuento debe ser conocido por todos, aunque apenas haya cuento que contar. «Estos son mi vida y milagros», parecen decir los muros de Facebook, cuando muestran la fotografía del café con tostadas del protagonista. «Esta es mi aventura épica», sugiere la colección doméstica de instantáneas en Instagram, con el gato en brazos, tendido el héroe en su sofá. Antes muerto que ignorado: ese es el lema que adorna el escudo heráldico del animal humano, en cuyas armas se ven, sobre campo de gules, dos monos parlanchines.

Mientras tanto, los escritores, los profesionales del relato, se preguntan: ¿si tan necesarias son las ficciones, las aventuras, por qué el público no consume más nuestras novelas y cuentos, nuestras películas? Y entonces el oráculo de Delfos sonríe de manera enigmática, y emite una de sus sentencias arcanas e inapelables: «Escucha, pobre escritor infeliz: los dioses hacen que casi nadie os lea, para que tengáis algo de lo que quejaros, porque vuestra eterna queja también forma parte del cuento general que nos contamos entre todos.» Y el oráculo, después, enmudece.

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