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Lengua

Mío, tuyo suyo: el despiste nacional

Los cambios acertados en el uso de las lenguas son los que las mejoran en simplicidad y eficacia, a diferencia de los errores que introducen confusión y complicación, como en el mito de Babel.

En todas las épocas ha habido personas excesivamente preocupadas por la pureza del idioma, y alarmadas ante los atentados contra la integridad de lo acostumbrado y lo castizo. Se las llama «puristas» y suelen ser objeto de sátira, como lo son cuantos intentan desesperadamente evitar lo inevitable. No puede impedirse que las lenguas evolucionen con el paso del tiempo; lo hacen con mayor rapidez en sus manifestaciones orales que en las escritas, y especialmente en el ámbito coloquial y callejero. Todo filólogo conoce un precioso documento que se titula Appéndix Probi o Apéndice de Probo, por el nombre del supuesto gramático que lo redactó en las postrimerías del Imperio Romano. Consiste en una lista de errores habituales en el latín de su tiempo. Ese latín se distinguía por eliminar vocales débiles y consonantes mudas, simplificar grupos consonánticos y sustituir el perifollo de las declinaciones por el empleo de preposiciones. Todo ello lo adoptaron las lenguas derivadas del latín: así que los usos que hoy escandalizan a un purista pueden ser, siglos después, correctos.

Pero eso no convierte en legítimo cualquier quebrantamiento de la corrección. Los cambios que han prevalecido tienden a mejorar el uso de las lenguas, en aras de la simplificación compatible con la eficacia. Por el contrario, los errores sin paliativos, que no deben ampararse en la libertad inherente a la vitalidad de las lenguas, son los que introducen la confusión y la complicación que son subproductos de la ignorancia. Abundan en la lengua de hoy, como prueba evidente del fracaso de nuestra educación primaria y secundaria, que debería proponerse un fin primordial e irrenunciable, aunque fuera el único: enseñar a los estudiantes a leer y a expresarse con corrección y con los matices que dotan a la lengua de funcionalidad.

¿Cómo se aprende a hablar y escribir correctamente? Todos los profesores reconocemos que se trata de una pregunta embarazosa. Existen reglas que pueden aprenderse de memoria, pero son latosas si hay que detenerse constantemente a ponerlas en práctica, y están llenas de excepciones. La verdad es que no hay más que un camino a la corrección: adquirirla intuitivamente y poco a poco, en la lectura de autores clásicos. Y por supuesto, apartarse como de la peste del repertorio de errores que sirven en cantidades industriales los medios de comunicación de masas. Por desgracia, la influencia del mal ejemplo de estos últimos prevalece, estadísticamente hablando. Por cada lector de Clarín, Pérez de Ayala u Ortega y Gasset hay millares de adictos a la televisión basura.

Lo que martillea sin descanso las mentes de nuestros jóvenes viene de la radio, la televisión y las llamadas «redes sociales», y no falta en los periódicos impresos. Aunque se trata de discursos efímeros, dejan una huella más persistente que las inscripciones en mármol: la de una confusión que se extiende como enfermedad contagiosa, porque cae en mentes desprovistas de los anticuerpos que proporcionaría una educación cuidadosa que enseñara a pensar y a expresarse, y que familiarizara con los textos cuya frecuentación enseña lo uno y lo otro sin necesidad de reglas.

Limitándonos a los ejemplos orales, las entrevistas, los debates y los noticiarios son tristes manifestaciones del atolladero que suele ser la improvisación, en materia de léxico y de sintaxis. Hablar no es sólo poner unas palabras tras otras; en el discurso hablado, el tono y la pausa son el equivalente de la puntuación en el discurso escrito. Cuando se desconoce la significación de tono y pausa, o cuando se usan a tontas y a locas, el significado se altera o desaparece en el caos, como a menudo sucede cuando un texto salta a las ondas al ser leído atropelladamente por alguien que lo tiene entonces ante sí por primera vez, y que para tomar aliento recurre a latiguillos como un «bueno pues» entre frase y frase. En los debates y tertulias casi nunca sabemos lo que se dice y cómo, ya que suelen ser un cacareo amorfo de personas ignorantes de la regla primordial de una conversación, que es hablar uno tras otro, y no todos a la vez e intentando cada cual gritar más que el vecino.

La sucesión de disparates es interminable. Primero las palabras traídas por los pelos de otras lenguas y maquilladas para que parezcan nuestras, y los «falsos amigos» (las que al traducirse a su supuesto equivalente, morfológicamente parecido, pierden su significado y adoptan otro adventicio, o bien desembocan en el absurdo). En esto tienen mucho que ver nuestros primos transatlánticos. A veces hablan mejor que nosotros, y hasta usan tesoros léxicos castizos que recuerdan a Cervantes y a Lope («una calle angosta», «harta sal en el guiso»); pero otras ostentan los destrozos producidos por el contacto con el inglés en esa mezcla bastarda llamada «spanglish», que aparece cuando el empleado de una multinacional le dice a quien solicita una reparación que va a «monitorizar su reporte», o una limpiadora pregunta cuántas veces a la semana debe «vacunar la carpeta».

Buena cantidad de errores viene de la mezcla explosiva que resulta del intento de pretenderse culto confundiendo lo vulgar con lo sencillo, y añadiendo la ignorancia y el engolamiento. Así, por ejemplo, se dice que algo «se ha declarado por parte del partido en el gobierno», en vez de decir que ese partido ha declarado lo que sea. El rechazo de la sencillez es la mayor cantera del esperpento, reforzado por el desconocimiento del significado preciso de lo supuestamente refinado. Así oímos que un viudo ha sido enterrado en el panteón familiar «junto a las exequias de su esposa»; que unos manifestantes «iban ataviados con pancartas cuando hubieran querido llevar las cabezas de sus enemigos ondeando en la punta de una picota»; que el litoral está «salpicado por una isla»; que «en las postrimerías de la plaza existe un restaurante que ha proliferado últimamente debido al carisma de su menú»; que un pantano tiene suficiente «agua embalsamada»; que un grupo político pretende «inocular una ley». Alguien que alardea de saber que en materia penal rige la presunción de inocencia se refiere, a propósito de un homicidio, al «presunto cadáver».

La insistencia y la redundancia para remachar el mensaje da lugar a formulaciones grotescas: «tener un solo diente de manera unitaria»; «autosuicidarse a sí mismo»; «grupo colectivo». Lo mismo ocurre en el mal uso de «que» o «quien» por omisión de «cuyo»: «personas que hemos ayudado a crear su empresa»; «mi amigo, de quien ha venido su padre». Y «cuyo», que ha desaparecido en su sentido recto y propio, se mantiene sin embargo en uno incorrecto: «en cuyo caso», con derivaciones aberrantes como «en cuyo caso contrario». Se desconoce la diferencia entre «haber» impersonal y «haber» verbo auxiliar, y se dice «habrán, hubieron, han habido».

Se confunde la cortesía con la cursilería al considerar que la enunciación escueta supone sequedad y desabrimiento. De ahí la plaga de diminutivos en almíbar. Por ejemplo, en la pescadería nos contestan: «los calamarcitos están al ladito de las merlucitas, cariño». Por la misma razón todo se hace «un poco». A la cursilería va unida la grosería de la familiaridad indiscriminada e injustificada: tutear y llamar a todo el mundo por su nombre de pila, sea cual sea su edad y condición. En un restaurante, un muchacho le dice al par de ancianos de la mesa contigua: «Chicos, echadle un ojito a mi abrigo, que voy un poco al aseo».

Existe un nutrido repertorio de latiguillos y frases hechas que se extiende como una epidemia: en el pasado tuvimos «a nivel de», y «yo pienso de que»; esto último parece haber pasado, dejando la hipercorrección de creer que «de que» es siempre incorrecto. Hay quienes se aferran a la aberrante construcción «como no puede ser de otra manera», cuando quieren decir que algo es forzoso o necesario. Ya no comunicamos algo para informar, sino que lo trasladamos para compartir. El verbo «oír» ha sido desplazado por «escuchar», como si fueran sinónimos y el segundo más exquisito y refinado, con el daño colateral que es el palabro «escuchante», torpe sucedáneo de «oyente». Quien quiera producir un cortocircuito mental en el hablante medio, por ejemplo en una conversación telefónica, dígale: «Le escucho atentamente pero no le oigo».

Es universal el disparate de usar «barajar» refiriéndose a una sola cosa, para significar «considerar» o «ponderar». En el morteruelo lingüístico que vomita la megafonía de los trenes españoles, entre varias lenguas irreconocibles se repite un error en la española: «confiamos poder atenderles», olvidando «en», cuando no es lo mismo «confiar algo» que «confiar en algo». Se dice «coches-camas», «decretos-leyes», «regalos de empresas» y «puestos claves», en vez de «coches-cama», «decretos-ley», «regalos de empresa» y «puestos clave», como debería. Se confunde el adjetivo numeral y el numeral sustantivado, dando lugar al disparate de «el veintiún por ciento». No acaban aquí las desventuras del pobre «veintiún», al que dejan sin pareja al decir «veintiún mujeres».

Probablemente por influencia del inglés, muchas palabras agudas se convierten en llanas o esdrújulas: «Tómas», con acento en la o, en vez de Tomás, con acento en la a; «Ártur» con acento en la a, en vez de «Artur», con acento en la u; «Ándres» con acento en la a, en vez de «Andrés», con acento en la e. Algunos locutores hacen malabarismos verbales y se atragantan para pronunciar «géneralitat» con acento en la primera e, en vez de en la última a, que es donde va porque la palabra es aguda, no sobresdrújula. Se dice absurdamente que alguien «es buena gente», cuando «gente» es colectivo, y que unos zapatos son «guapos», cualidad que sólo puede tener una persona. En los restaurantes se emplean las malsonantes formas «platear» o «emplatar» en vez de «servir».

La última moda parece ser creer que la preposición «de» marca siempre genitivo, y puede y debe sustituirse por un posesivo, ignorando que los adverbios no tienen género ni número, y que ciertos verbos rigen determinadas preposiciones, a veces «de» (alejarse de, acordarse de, proceder de), también otras (confiar en, coincidir con, acceder a). Así «debajo de ella» se convierte en «debajo suya»; «delante de mí» en «delante mío» o «mía», según se trate de hombre o mujer; se dice «encima nuestro/ nuestra/ nuestros/ nuestras», según se trate de uno o varios, hombres o mujeres. Incluso el doblete «encima nuestros y nuestras», por respeto a las miembras del grupo, distinguiéndolas de los miembros para que sean ellas mismas y no se las subordine a «esos seres llenos de manos y pelos llamados hombres», como decía Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco. Mejor aún «nuestras y nuestros», ya que es más educado ceder el paso y el primer lugar a las miembras.

El despiste nacional acerca de los usos de la preposición «de» podría, en un futuro próximo, dar lugar a que dos ejecutivos (a los que llamo A y B) mantuvieran una conversación como la siguiente:

«A„¿Va a seguir nuestro grupo con el encargo?

B„No depende sólo mío, sino también tuyo.

A„Y del otro director regional. Todo lo que viene suyo lo tienen siempre muy en cuenta los jefes.

B„No está por encima tuyo ni mío, sino debajo nuestro en antigüedad. Tratándose nuestro no creo que vaya a poner obstáculos.

A„Ya sé que depende nuestro; pero volviendo a esos empleados, desconfío suyo. Esperaba más suyo.

B„¡Habla bien, no seas machista!

A„Tienes razón; quería decir que desconfío tanto suya como suyo, y que esperaba más suya y suyo».

No pretendo incomodar ni menospreciar a nadie al describir una situación en la que todos somos víctimas. Pero deberían reflexionar sobre ella, y afrontarla, quienes diseñen los programas educativos en el inmediato futuro. Quizás así no siga cumpliéndose lo que escribió el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal: que la corrupción del lenguaje identifica a las sociedades políticamente corruptas.

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