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Lo cervantino

España es un país con un churro de himno nacional. Porque un himno que no se canta, y que sólo se tararea, es una birria de himno. Para tararear el chinta chinta no hace falta un himno: basta la canción del verano. Sé que existen partidarios de que nuestro himno siga como hasta el momento (porque esa carencia resulta, según argumentan, «inclusiva», ya que la ausencia de letra no genera conflictos entre las diferentes Españas), pero yo considero que genera una merma institucional y una debilidad ética. De ahí que nuestros deportistas salgan casi derrotados en las competiciones, al no poder creerse con seriedad que detrás de cierta música existe una metáfora de un país.

España es un país sin libro nacional. Y no porque no tengamos libros dignos de ello, sino porque a los españoles, sobre todo a los que han inventado los planes de estudio para las diferentes generaciones, desde -digamos- el siglo XVIII en adelante, los libros les importan tres cojones. Al menos, los libros entendidos como un bien público, como un instrumento de salud colectiva.

Un libro nacional es aquel libro con el que se aprende a leer, durante la infancia, en las escuelas, con el que la inmensa mayoría de la población madura durante su juventud. Un libro al que se recurre a lo largo de la vida como fuente de diversión, como tesoro de experiencia. Los rusos tienen dos o tres libros nacionales. Uno es El Quijote. Los rusos suelen dispensar un respeto y una predilección a ciertos asuntos de España que no dispensan los españoles.

El hecho de no disponer de un libro nacional también me parece una tara. En cierta medida, ser español es poseer un catálogo de taras diferentes y vistosas, y, a pesar de todas ellas, sobrevivir tan campantes.

El Quijote, aunque sólo fuera por envidia de Rusia, por bajarles los humos apropiativos a los eslavos, debería ser nuestro libro nacional, pero no tengo muchas esperanzas, porque para eso deberíamos de dejar de ser españoles y actuar como si nos importaran los escritores y los libros.

Como este año se cumple el cuarto centenario de la muerte de Cervantes, se me han ocurrido estas reflexiones volátiles e incorpóreas. Cervantes constituye un asunto nacional para los escritores en español: debería constituirlo. Un himno. Un libro de cabecera: no el Quijote, que también se incluye, sino Cervantes al completo. El poeta, el novelista pastoril, el cuentista ejemplar, el dramaturgo, el soldado, el preso en Argel, el preso en Sevilla, el enterrado en una tumba sin nombre. Lo cervantino debería representar un motivo de meditación para todos los escritores (ya que no lo es para todos sus compatriotas).

Para mí lo cervantino se cifra en una disposición espiritual con respecto al mundo: la de quien observa la realidad como un lugar asombroso, como una geografía por la que debemos discurrir en busca de nuestras propias aventuras y descubrimientos, con abundancia del corazón, con humor humilde.

A lo mejor, la letra del himno nacional debería contar cosas cervantinas, nombrar a nuestros poetas, a nuestros pintores. A lo mejor, si tuviésemos un libro nacional, estaríamos un poco más orgullosos de ciertos logros nuestros universales.

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