Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La mirada que no cesa

Central Park en invierno LEVANTE-EMV

Elvira Lindo cree haber escrito un diario y nadie podrá discutirle que lo sea. Pero todo lector tiene derecho a leer este diario como una novela, sin que una cosa reste o aumente valor a la otra. Por las páginas de Noches sin dormir pasan personajes diversos, tiernos, extravagantes, inteligentes y hasta algún merluzo. Pasa una ciudad con sus restaurantes, sus clínicas, sus calles, sus tiendas, sus cines y teatros y con un clima infernal. Pasan los perros y las ratas y la buena gente y la gente rara, la gente sencilla y la que no lo es, la gente de la que se aprende y la que es un coñazo, la gente con la que la autora se implica y la que no. Pasan muchas cosas porque la mirada de Elvira no deja escapar una. Y pasan la música y los libros. Pero además la mirada de la escritora está sometida a los vaivenes de su ánimo y ese ánimo también varía según las páginas. Así que si tomamos este libro por una novela lo que hay que descartar es que la autora haya planificado previamente su desarrollo porque aquí el guión lleva los derroteros de la mirada inquieta de una observadora que no para y que nos lleva al retortero de un espacio a otro. «Yo voy a cualquier sitio -dice ella- que me permita colarme en una casa, en un edificio o conocer un ambiente. Yo por sistema, voy. Voy por si luego escribo». Y vaya si escribe: entra en el detalle lo mismo de un vestido que de un carácter, del perfil de alguien o de sus manías, sus gracias, sus talentos o sus idioteces más que para contarnos su vida entre los otros para confesarnos los efectos que eso tiene sobre su propia vida. Por eso tampoco le son ajenos los ambientes que en su narración nunca resultan decorados sino protagonistas efectivos de aquello que se nos está contando; espacios que la estimulan o la exasperan, que le dan felicidad o la inquietan. A ella le gusta, como confiesa en la página 80, capturar un instante de actividad diaria en la vida de cualquiera, o de ensimismamiento, o de conversación. Una chica que se pinta en el metro, una mujer que lee una carta, una anciana que habla sola. Esto de mirar es lo que le da trabajo, pero este trabajo creo que es el que más la gratifica. Y no me extraña que habiendo brujuleado tanto en su vida acabara tomando una cámara de fotos para fijar en este libro su mirada tan escrutadora, más allá o más acá de la escritura. Lo ha hecho. Este libro va acompañado de fotos muy oportunas. Y no creo que para completar su mirada literaria, rica de por si. Lo habrá hecho simplemente porque es insaciable en los modos de mirar y en el gusto por hacerlo. En fin, si en su otro magnífico libro anterior Lugares que no quiero compartir con nadie, pudimos disfrutar con Elvira de un Nueva York insólito, también en este, Noches sin dormir, podemos compartir con ella, por fortuna, todo un mundo. Algo de singular libro de viaje tenía aquella obra suya que no pretendía ser una novela y lo era.

Con Noches sin dormir pasa lo mismo. Este es un diario, sí, y acaso una novela. Pero también, por qué no, un libro de viaje. Mirando los escenarios de ese Nueva York en el que ha vivido -ese lugar al que va el mundo, nuestro mundo, como diría en PD el pensador Juan Arnau- la escritora insomne también consigue una radiografía de la ciudad y reflexiona, con lo cual además de observar a la gente y hablar de libros y de escritores con los que se encuentra con mucha naturalidad, consigue que esta novela, o este diario, que tanto da, contenga a veces hermosas páginas de reflexión en la que aparecen asimismo sus lecturas. Y hasta sus lecturas poéticas. Y su atrevimiento con la poesía, como aparece en el libro, que no hace otra cosa que confirmar que no sólo la poesía no le es ajena, aunque no la ejercite, sino que la poesía en prosa traspasa con frecuencia su relato en los momentos en los que la emoción se instala en él. Pero habla, sí, de si misma: se desnuda siempre. Y se desnuda en medio de todos. Ella está en el escenario, pero más que para exhibirse para mirar. Se reprende, se corrige o se satisface con la mayor desvergüenza si es necesario, pero carece de toda solemnidad; se da importancia cuando quiere y se la quita con la misma facilidad. Va y viene de su infancia a su vida actual y surgen por medio evocaciones de su pasado a las que toca de humor unas veces y de emoción intensa otras. Nos cuenta su vida, por supuesto, porque a Elvira Lindo no sólo le encanta contárnosla (ya que en Valencia estamos, recordemos que nos ha narrado hermosamente ya su vida de infancia y juventud en el valenciano Rincón de Ademuz; creo que lo hizo en Lo que me queda por vivir), sino porque forma parte de su ser el don de la autobiografía y la memoria. Pero además nos cuenta su vida no sólo por lo que ha vivido o lo que vive, sino porque eso, su vida, tiene un escenario compartido con los otros. Podría decirse, pues, que casi todo lo que ha escrito Elvira Lindo ha sido una manera de contarse a sí misma si no fuera porque haciéndolo describe también de un modo magistral a los demás; a los próximos y a los ajenos. Y porque su vida se ha desarrollado siempre mirando alrededor, como en este libro, aparece aquí el periodismo, la cronista espléndida que Elvira es, la cronista valiente. «La escritura siempre ha de ser valiente», sostiene ella. En el ejercicio de su propia descripción nunca se queda en el yo, impone a la curiosa que lleva dentro y lo hace a veces con una pretendida ingenuidad que no llega a ser tal. Su ejercicio de memoria carece a mi parecer de voluntad confesional, aunque se produzca si es que alguien lo ve así, porque cuenta su vida de un modo tan natural que se diría que fluye el relato casi sin darle importancia a su protagonismo. Ni al protagonismo de los que la han rodeado o la rodean y son contemplados siempre con comprensión, ternura y hasta sentido del humor. Lo que nunca le falta a Elvira, como no le falta razón cuando dice en este diario que ya se sabe que haber escrito humor resta puntos. Lo dice refiriéndose a David Lodge, pero suena a justa queja. Y a veces el humor y la emoción se juntan en Noches sin dormir, como en toda su obra, para añadir intensidad a lo que pueda parecer ligero. Así ocurre, por ejemplo, con un personaje como su padre, al que tuve la ocasión de tratar, tan impetuoso y versátil, tan singular y tan tierno. O con otro personaje muy distinto, su propio marido, Antonio Muñoz Molina, al que describe de muy cariñosos modos, pero con frecuencia en tono muy paciente. Su relación de pareja cómplice, una pareja afortunada en la posibilidad de compartir tanta vida y tanta literatura, ocupa aquí hermosas páginas. Se diría que la narradora es un torbellino, que lo es, si no apareciera a veces como lo que también es: un personaje tímido o discreto a cuyos silencios pienso que a veces hay que temer. Y no porque la conozca uno más o menos, que no soy nadie para describir a la verdadera Elvira Lindo, sino porque en algunos de los encuentros o de las relaciones que en este diario se describen uno tiene la oportunidad de reconocerla así. Yo estoy encantado de haber podido viajar con los ojos de Elvira Lindo y a bordo de su prosa, tan fluida como rica, por un mar de la vida que ella ha sabido agitar muy bien.

Compartir el artículo

stats