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Las emociones

El uso de la palabra «emoción», en literatura, equivale al uso de ciertos materiales altamente inflamables y explosivos en la vida real. Después de algunos años trabajando como escritor, mi consejo acerca del empleo de este concepto -como sucede con las ideas de belleza, de verdad, de bondad, pongamos por caso- es el siguiente: Niños, no tratéis de jugar en casa, solos, con estas palabras tan peligrosas. Dejad que las manejen los especialistas, en el laboratorio. Si no hacéis caso, terminarán por explotaros en las manos y echaréis a perder la alfombra de mamá, la bicicleta de papá y el retrato de boda de los abuelitos. Las emociones constituyen un asunto muy emocional que no hay que tomarse a broma y que conviene analizar con frialdad.

No creo que haya ningún artista que excluya la emoción de su repertorio de intereses primordiales. Ahora bien, no todos entendemos por emoción lo mismo. No todos nos emocionamos con los mismos asuntos. No todos pretendemos emocionar mediante los mismos recursos.

Hay quien se emociona hasta las lágrimas con las desdichas del cervatillo Bambi, y hay corazones empedernidos que no se conmueven con las fantasías animadas de los animalitos de Walt Disney. Hay quien encuentra el colmo de la emotividad en las criaturas sufrientes de las novelas de Dovstoyevski, y hay quien considera al escritor ruso como un fabricante profesional de patetismo (algo similar lo llamó Nabokov más de una vez). Algunos necesitan la irrupción in crescendo de timbales y platillos, para sentir una aceleración del pulso arterial, mientras que otros requieren del dulce susurrar minimalista de un arpegio sutil. La emoción va por barrios: en algunos, si empleas esa palabra, te atracan con cortesía versallesca en una tienda de Louis Vuitton, y en otros te roban a punta de navaja y te quitan los pantalones por moñas y relamido.

La emoción, en contra de lo que se suele creer, no es un ingrediente sentimental, sino una provincia de la inteligencia. No consiste en un sazonador culinario (por ponernos cocinillas de alto copete), sino en un punto de cocción al que conducen el instinto y el conocimiento del artista. Mi criterio -de imposible corroboración en grados centígrados- defiende que el arte que no aspira a emocionar aspira a muy poco; pero que resulta preferible quedarse corto que pasarse de emotividad, al menos para mi sensibilidad de espectador. Lo crudo es poco sabroso, pero es mejor lo crudo que lo carbonizado con brasas enfáticas.

También hay populismo literario: el que apela a la ñoñez, a la sensiblería, a la locura y el malditismo (que son otras formas de la sensiblería ñoña), el que abusa de la percusión y los cencerros de ciertas abstracciones (la libertad, el amor, la justicia), el que pretende contentar por sistema tanto a los bienpensantes como a los malpensantes de la moral pública.

Niños y jóvenes, tened mucho cuidado con la dinamita emocional cuando juguéis en el jardín, no vayáis a volar la rosaleda de vuestros mayores. Es mejor que paséis a la posteridad como fríos, antes que como cursis.

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