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Premios literarios

Hace unas semanas, durante una grata sobremesa con un grupo de amigos en un restaurante de la playa, conversamos acerca del fenómeno de los premios literarios. Se postularon opiniones encontradas. Algunos los preconizaban porque propician el cultivo de las bellas letras entre autores de preceptivas distintas, y porque sus efectos educativos y, a menudo, terapéuticos, son incuestionables. Otros, en cambio, afeaban el insensato crecimiento del número y cuantía de los galardones, así como de una cierta (por decirlo así) municipalización de las letras. Se argumentaron, incluso, peligros adyacentes. A propósito de ello, uno de los contertulios relató la siguiente historia que está basada en hechos reales, aunque hemos cambiado los nombres de lugares y personas.

«Un conocido munícipe quiso instituir un premio literario en su ciudad. Efectuó certeras gestiones con los políticos locales. Obtuvo consenso.

Buscó un jurado solvente que en su primera convocatoria otorgó el premio al escritor burgalés Efrén Lopaca. El texto tuvo excelentes críticas y -dentro de la modestia de la editorial provincial en la que se publicó- éxito de ventas. Efrén Lopaca falleció mes y medio más tarde de una afección biliar.

Al siguiente año, se incrementó la cuantía del premio y se convino la publicación en una editorial más influyente. Obtuvo el galardón Joaquín Javier Timiama Godina, profesor de historia en un instituto de enseñanza media de Tarazona. El profesor Timiama murió en agosto de ese año en un accidente automovilístico, cerca del Parque de Ordesa.

La siguiente convocatoria duplicó la cuantía del premio. Se apalabró la publicación con una prestigiosa editorial murciana. Resultó ganador un diplomático destinado en Kiev, cuyo relato era un prodigio de probidad literaria. Poco después de producirse la noticia, se halló su cadáver cubierto de nieve en un callejón solitario de esa ciudad ucraniana.

Un periodista hiló hechos y publicó un reportaje sobre las muertes sucesivas de los ganadores del premio literario, lo que produjo un notorio descenso del número de concursantes. Con todo, ese año obtuvo el galardón un vanidoso agente de seguros de Gerona. Dos semanas más tarde murió su joven cuñado -el verdadero autor de Requisito del duende, brillante narración ganadora, de un erotismo enfermizo.

La verdad se supo y trajo consecuencias: en la siguiente convocatoria no hubo apenas participantes, y éstos lo fueron por escasa información o petulancia burlona. En cualquier caso, el jurado lo declaró desierto. Un mes más tarde, por plausible prudencia, el consistorio anuló el concurso.»

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